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Actualizado: 13 de mayo de 2025
Me sacó de mi contemplación admirativa Joaquinita, que me invitó de nuevo e sentarme a su lado en la mecedora. «Ya tenemos otro cuarto de hora para hablar», me dijo. En esta segunda conferencia me pareció la segundogénita de Anguita un poquito pesada y dulzona. Se enteró de mi patria y familia, y me hizo que le narrase algunos pormenores de mi existencia.
Allí mandaba Frígilis y nadie más. En cuanto entró, se dirigió al cenador. Recordaba haber dejado encima de la mesa de mármol o de un banco, en fin, allí dentro, unas semillas preparadas para mandar a cierta exposición de floricultura. Buscó, y sobre una mecedora encontró un guante de seda morada entre las semillas esparcidas y mezcladas sobre la paja y por el suelo.
Á mí me contó Dolores, la doncella que dejaron aquí apuntó D.ª Feliciana, que recién casado con Laura la obligaba á sentarse en una mecedora y él se sentaba frente á ella en otra, y pasaba horas enteras meciéndose, sin quitarla ojo. ¡Estaría divertido, como hay Dios!... Pero eso también lo hacía D. Marcelino con usted. ¡Ya lo creo!
Tenía mucho frío y mucho sueño; sin querer, pensaba en esto con claridad, mientras las ideas que se referían a su desgracia, a su deshonra, a su vergüenza, se mostraban reacias, huían, se confundían y se negaban a ordenarse en forma de raciocinio. Entró en el cenador y se sentó en una mecedora. Desde allí se veía el balcón de donde había saltado don Álvaro. El reloj de la catedral dio las siete.
Efectivamente aún no te he visto con la cara hinchada... ¡Pero no te descuides! Todavía charlaron unos momentos embromándose mutuamente cuando se oyó el grito del conserje : Conferencia del señor Jiménez... Conferencia del señor Jiménez. Vamos a oír a Jiménez dijo Núñez alzándose de la mecedora. Sin embargo, Tristán todavía sentía un vago malestar en su espíritu.
A media tarde, cuando don Carlos hubo dormido la siesta en una mecedora de lona y leído varios periódicos de Buenos Aires, de los que traía el ferrocarril á este desierto tres veces por semana, salió de la casa. Atado á un poste del tejadillo sobre la puerta, estaba un caballo ensillado. El estanciero sonrió satisfecho al darse cuenta de que la silla era de mujer.
La de Raynal, repantigada en una mecedora, sonreía benévolamente a toda aquella familia menuda y se interesaba por las diminutas pescadoras que iban, rojas de placer, a hacerle admirar su cosecha de «frutti di mare», y por los precoces ingenieros que plantaban gravemente una bandera en los minúsculos fuertes que habían construido con la arena.
Su abundante cabellera, de un castaño no muy obscuro, caía en ondas sobre la espalda y llegaba hasta el asiento de la mecedora, por delante le cubría el regazo; entre los dedos cruzados se habían enredado algunos cabellos. Sintió un escalofrío y se sorprendió con los dientes apretados hasta causarle un dolor sordo.
En fin, que estuve soltando versos a chorro más de una hora. Matildita, en quien encarnaba dichosamente el espíritu amplio y receptivo del Ateneo de Madrid, los encontraba todos deliciosos, insuperables; batía las diminutas manos contra los brazos de la mecedora, y en sus ojillos, medio cerrados siempre, chispeaba un gozo vivo y sincero.
Palabra del Dia
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