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Mientras Tristán y Reynoso departían de esta suerte, el paisano Barragán, sorprendido y asustado de aquellas filosofías, miraba a uno y otro interlocutor, haciendo rodar sus ojos feroces, encarnizados, de un modo tan odioso que Elena, al tropezar con ellos, sintió un escalofrío correr por todo su cuerpo.

No, hija mía, dormir, no; eso que sería peligroso exclamó Bonis con un escalofrío. La idea de la muerte de su mujer se le pasó por la imaginación como un espanto. ¡Morir ella! ¡Quedar él sin madre! Y se volvió a su hijo, que lloraba como un profeta. ¡Oh portento!

Romadonga sintió un escalofrío mortal correr por sus venas. Volvió el rostro espantado y se encontró con la mismísima Concha. Instintivamente puso las manos por delante. ¡No seas tan jindamón, hombre! profirió la chula con voz ronca, apoyándose en cada sílaba y mirándole de arriba abajo con ojos torvos, despreciativos. ¿No ves que soy una mujer?

No hubo un solo día que no esté señalado por alguna tentación grande o pequeña, ni un minuto al cual no corresponda un latido de mi corazón, un escalofrío, una esperanza, una decepción.

En las noches de luna tentábala el escalofrío de lo misterioso, la voluptuosidad del miedo, y salía al claustro, cuya lobreguez cortaban las manchas lácteas de los ventanales. ¡Nadie!... Después sentábase en el cementerio de los monjes, esperando en vano la aparición del fantasma para animar su monótona existencia con algo novelesco. Una noche de Carnaval, la Cartuja fue invadida por los moros.

» ¡Mala yo, hija de mi vida! exclamé bajo la sensación de un escalofrío mortal . Pues ¿no me conoces todavía? ¿No sabes lo que te quiero..., cómo te trato?... » ¡No es eso, no, lo que yo te pregunto! añadió con una entereza y una decisión que me aterraron : te pregunto si es verdad que eres mala, pero mala... de otro modo..., ¡mala mujer!

Un grato escalofrío hizo temblar su espalda: estremecimiento de frescura por el viento que levantaba el buque en su marcha y que corría sobre su piel, hinchando la tela del suelto kimono; estremecimiento de miedo al verse suspendida en el vacío y la noche, bastándole un leve movimiento de retroceso para caer en el mar. Ojeda la sostuvo, agarrando sus piernas.

Regresó reanimada, sólo por haber respirado el olor de las encinas calentadas por un sol claro. Entró en el castillo desconocida, casi sonrosada, conmovida por un escalofrío febril, pero de buen augurio que no era más que el efecto del retorno activo de la sangre en sus venas empobrecidas.

El número de buques aumentaba considerablemente. Muchos permanecían inmóviles. Los veleros cabeceaban con los trapos caídos a lo largo de los mástiles, en espera de las irregulares palpitaciones del viento. Cuando éste llegaba, movía como un escalofrío las blancas superficies de las arboladuras. Otros, anclados y con los palos desnudos, aguardaban no se sabía qué.

Cesaron lentamente las contorsiones, el hervor del mísero cuerpo: los párpados se abrieron con el escalofrío final, mostrando las pupilas dilatadas con un reflejo vidrioso y mate. El rebelde cogió entre sus brazos aquel cuerpo ligero como el de un niño, y apartando a los parientes, fue poco a poco acostándolo en el montón de harapos.