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Actualizado: 25 de junio de 2025


Allí estaban los pedagogos y Ricardo Tejeda. Me fué entrar. Todos se adelantaron a saludarme, menos mi amigo, el cual fingió que estaba muy engolfado en la lectura de «El Montañés». Mancebos y maestros de escuela me veían, de pies a cabeza, se miraban unos a otros, y sonrían maliciosamente. No dejaron de dirigirme algunas bromas. Ya es usted charro... me decía uno de los mancebos.

Y entrará Juana, diciendo: «¡Señora... ya vino el charro!» Y usted, tía Pepilla, usted saldrá corriendo a recibirme y abrazarme, o se asomará usted a la ventana para verme llegar, y ver a todas las muchachas que han de mirarme con tamaños ojos, como diciendo: «¡Qué reguapo!» Y entraré, sonando las espuelas, y ustedes se pondrán muy alegres. Y... ¡chas! ¡Ahí está el chorro de pesos!

Allá con los mozos no estará de sobra; que te la vean, para que no te falten al respeto. Hay gente mala... ¡eres muy muchacho, y bueno es que sepan que tienes esto para defenderte! Ponte la ropa; vístete de charro; quiero verte, porque mañana no podré venir.... Quise darle gusto, y procedí a mudar de vestido. Andrés me ayudó. Pronto estuve listo.

Pero entonces, cuando acaecieron los sucesos que voy a referir, era otra cosa. Los más guapos usaban zapatones de gamuza; el traje de charro, mal hecho y peor elegido, era el usual, y por eso los jinetes y cócoras de la vecina Pluviosilla, donde siempre hubo, aun entre los obreros y gente del campo, charros muy galanos, llamaban a los petimetres de Villaverde los «charritos de barro».

Procura que si las obras son malas la facha sea buena. ¡Siquiera la facha! ¡Ya me imagino al charro! ¡Ja, ja, ja, ja! El buen servidor gustaba de bromearse conmigo; se complacía en tratarme como a un niño en quien conviene apagar las llamaradas de una vanidad jactanciosa. Acaso no cuadraban con el carácter de Andrés, grave, formal, modesto, casi adusto, ciertas genialidades y ligerezas del mío.

En Salamanca los hay también. Casi todos los labradores de la Puerta de Zamora visten de charro, con más ó menos ostentación, y en el Ayuntamiento de la aristocrática ciudad del Tormes hay siempre un concejal de tal clase, con su traje y todo. Los ya dichos clásicos del campo de Ciudad-Rodrigo se hablan de vos muy formalmente.

Faltaban pocos minutos para las cinco cuando desperté. Ya señora Juana andaba por la cocina disponiéndome el desayuno. Tía Pepa no salía aún de sus habitaciones. El «sur» soplaba furioso, y la campanita chillona de San Francisco sonaba alegremente, llamando a misa. Me vestí el famoso traje de charro, cerré el ropero, y cuando me dirigía yo al comedor, la tía Pepilla me detuvo. Rorró....

No hay dentro de aquél el lujo llamativo y hasta charro que hubo dentro de éste; pero, en cambio, hay mayor elegancia y mejor gusto, sin que falte nada de cuanto debe haber, así en cantidad como en estilo, en la morada de una mujer de los vuelos de nuestra heroína.

Le desde la ventana del despacho, a eso de las diez, jinete en una soberbia mula de magnífico andar. ¡Qué bien que se sostenía el anciano en su caballería! De fijo que el P. Herrera fué todo un charro allá en sus mocedades. ¡Vaya con el simpático viejecillo!

Como la del P. Solís cuando se va a la dominica.... Mira: procura salir buen charro; tu papá se pintaba para eso, y les daba cartilla a muchos de esos que se la echan de buenos cuando no son más que unos «cachaletes». ¡Cuidado, Rorró! ¡Cuidado, amito! ¡No dejes mal puesto el pabellón!

Palabra del Dia

irrascible

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