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Yo sabía que estaba soñando. ¡Y sin embargo no podía dormirme!... ¿Quién hubiera dormido con semejante preocupación? ¡No, no dormí un instante en toda la noche! Puso él la bandeja sobre una mesa, y salió disparado, cerrando la puerta. Al cerrarla dio un chillido, porque se apretó la cola. Dejé que el desayuno se enfriara en la taza durante todo el día.

Marmitón había dormido toda la noche de una tirada, con lo que habían entrado en equilibrio y en juego las piezas y los engranajes de su armadura de coloso; y de esta suerte funcionaban en él, hasta las pesadumbres, con perfecta regularidad. Yo llegué cuando su hija y su nieta le servían el desayuno, y me habló de «la desgracia del pobre Celso» como si acabara entonces de ocurrir.

Habiendo ya esclarecido el día, tomaron un desayuno para cobrar aliento y brío para proseguir su acuerdo en la forma que antes. ¿Quién creía, ó por mejor decir, quién se atrevía á esperar resolución nada favorable en un Concejo semejante?

Se lo daban en las casas, después del recuelo; pero ella lo esparcía en el corral sobre un periódico, secándolo al sol, para el desayuno. Un saco de papel guardaba llenito...

Al concluir el alegre desayuno, cuando me levantaba yo ahito de pasteles, mi tía Pepa, entre afable y severa, me detuvo diciendo: Te falta una cosa, Rodolfo.... ¿Qué cosa, tía? ¡Dar gracias, Rorró!... Me hicieron rezar el Padre nuestro, el Ave María, la oración de San Luisito, y un requiem, y otro, y otro más, por el abuelito, por la abuelita y por mis padres.

En dos días no vino al Zarzal el cura; entristecime yo por haberle fastidiado tanto, y el tercer día me encaminé hacia la casa parroquial, para disculparme. Le hallé en la cocina, frente a un frugal desayuno al que hacía los honores con tantos bríos como apetito. Señor cura le dije en tono relativamente humilde, ¿estáis enojado? Algo, Reinita, algo; no quieres hacerme caso nunca.

Animación mundana reinaba en el frugal desayuno, y aunque las monjas se esforzaban por mantener un orden cuartelesco, no lo podían conseguir. «Ese plato es el mío. Dame mi servilleta... Te digo que es la mía... ¡Vaya! ¡Ay, San Antonio, qué duro está el pan!... Este que es de la boda de San Isidro. ¡A callar! Algunas tenían un apetito voraz; se habrían comido triple ración, si se la dieran.

La opulenta cabellera retorcida en lo alto del cráneo y las curvas voluptuosas que tomaba la seda en ciertos lugares del masculino traje eran lo único que denunciaba á la mujer. El capitán olvidó su desayuno, entusiasmado por esta novedad. ¡Era una segunda Freya: un paje, un andrógino adorable!... Pero ella repelió sus caricias, obligándole á sentarse.

El sacristan mayor que se encontraba en el grupo, afirmaba gravemente con la cabeza, y pensaba que, muerto él, se aparecería con su tasa de tajú blanco porque, sin aquel desayuno refrescante, no se comprendía la felicidad ni en el cielo ni en la tierra.

Ni la plática afectuosa y elocuente del penitenciario, ni las bromas incesantes de Manuel Antonio mientras tomaban el desayuno, ni las caricias de Jovita, ni la alegría afectada, ruidosa, de su padre lograban sacarla de su extraña distracción. Clareaba el día, un día triste, nublado, que se filtraba melancólicamente por los cristales.