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Las paredes altísimas, simplemente enjalbegadas de cal, desaparecían en unas piezas bajo filas de cuadros antiguos, y en otras detrás de ricas colgaduras de colores vivos que el tiempo no lograba apagar.

Cierto recato místico y una profunda pasividad las obliga a ocultarse así. Sus ensueños se diluyen en la voluptuosidad interior, semejante a la que hizo delirar en otros tiempos a las santas de España con una inacabable dulzura en los sentidos y en el alma. La época moderna, las costumbres cosmopolitas y todo género de sugestiones han conspirado sin duda para apagar el ardiente atavismo.

Lacante saborea su encanto con una alegría temblorosa por miedo de ver agotarse ante sus ojos ese manantial en el que sueña con apagar la sed de su vejez. Creo que no podría ya separarse de su hija.

Uno de estos, como para apagar un poco tanto entusiasmo, preguntó al examinando dónde había cursado los primeros años de latin. En San Juan de Letran, Padre, contestó Basilio. ¡Ya! en latin no está mal, observó entonces medio sonriendo el dominico. Por aficion y por caracter escogió la Medicina; Cpn.

De vez en cuando se detenía a la sombra de un álamo y levantaba la cabeza como si venteara ese aire húmedo e imperceptible para los hombres, pero que al delicado olfato de la raza canina le indica la fuente o el codiciado charco donde apagar su sed.

Los buenos habitantes de Lima se encerraban en casita a las diez de la noche, después de apagar el farol de la puerta, y la población quedaba sumergida en plena tiniebla, con gran contentamiento de gatos y lechuzas, de los devotos de la hacienda ajena y de la gente dada a amorosas empresas.

¿Qué es esto? dijo el sargento tropezando en un objeto un candelero de plata con una bujía. Y una linterna de hierro. Las acaban de apagar. Cuando entramos había aquí una dama y un caballero. Dejad eso donde lo hemos encontrado y adelante. En palacio y en la inquisición, chitón. Siguieron adelante los soldados, atravesando lentamente la galería.

Nuestros Misioneros habían usado de muchos y eficacísimos medios para apagar toda malevolencia y odio entre las dos naciones y reducirlos á su antigua amistad, pero todo había sido en vano.

Urbistondo no creía en el vapor; le parecía que gastar carbón, pudiendo navegar a vela, era una estupidez, y cuando veía que soplaba un buen viento, creyendo hacer un obsequio a la Compañía, mandaba apagar los fuegos, largaba las velas y se lanzaba a navegar como Dios manda.

Matar más de cien toros por año, con los peligros y esfuerzos de la lidia, no le fatigaba tanto como el viaje durante varios meses de una plaza a otra de España. Eran excursiones en pleno verano, bajo un sol abrumador, por llanuras abrasadas y en antiguos vagones cuyo techo parecía arder. El botijo de agua de la cuadrilla, lleno en todas las estaciones, no bastaba a apagar la sed.