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Actualizado: 18 de septiembre de 2024
Una noche fuí allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida. Qué tienes me dijo. Nada le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Dejó hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistemente. Al fin apartó los ojos contraídos y entramos.
Me asió apasionadamente ambas manos, pues la de Grevillois acababa de abrir la puerta para recordar a su hija que era hora de salir. Probaré dije muy bajo a Luciana cuando vino a abrazarme. La de Grevillois y la señora Schwartz estaban de pie esperando que acabase nuestra despedida.
La explicación que tuve con él, cuando él volvió de Madrid y yo le rechacé al ir él a abrazarme, fue horrible... horrible.... Sus infames disculpas, sus burlas cínicas cuando le arranqué la máscara, el desdén con que me dijo que yo no sabía vivir y que me había forjado del mundo una idea fantástica, y la insolencia con que acabó por calificarme de loca y de insensata, me han afirmado en mi decidido propósito de una eterna separación.
Entonces, si ustedes hubieran visto al pobre viejo, si le hubiesen visto precipitarse a mí, con los brazos extendidos, abrazarme, apretarme las manos, correr trastornado por la habitación, repitiendo: ¡Dios mío, Dios mío! Reíansele todas las arrugas del rostro. Estaba rojo. Tartamudeaba. ¡Ah, caballero! ¡Ah, caballero! Ibase después al fondo, llamando: ¡Mamette!
Vas a salir de Aiglemont; hasta que te vayas, estaremos en la misma actitud en que estábamos. ¿Has comprendido?... Acepto tus condiciones puesto que he obrado mal contigo... Pero... yo... Magdalena... te quiero como siempre... Sin duda... el gato quiere al ratón con que juega... Adiós, Francisca. Hizo un movimiento para abrazarme, pero yo permanecí helada. Adiós, Magdalena... Eres dura...
«Nada más que un poco de escozor, una penita... Pero todo lo veo... A usted, querido Pez, le encuentro más joven... Pues mi mujer se ha quitado quince años... ¡Por vida del sayo de las once mil vírgenes...! Estoy loco de alegría... Nada más que un borde rojizo en los objetos, nada más... la claridad me ofende un poco... Cuestión de algunos días... Abrázame, mujer, abrazarme todos...».
Yo, que estaba mirando esto con un hombre a quien había dicho, preguntando por él, que era un gran caballero yo , veo a mi buen tío, y echando en mí los ojos por pasar cerca , arremetió a abrazarme, llamándome sobrino. Penséme morir de vergüenza; no volví a despedirme de aquel con quien estaba.
Y entrará Juana, diciendo: «¡Señora... ya vino el charro!» Y usted, tía Pepilla, usted saldrá corriendo a recibirme y abrazarme, o se asomará usted a la ventana para verme llegar, y ver a todas las muchachas que han de mirarme con tamaños ojos, como diciendo: «¡Qué reguapo!» Y entraré, sonando las espuelas, y ustedes se pondrán muy alegres. Y... ¡chas! ¡Ahí está el chorro de pesos!
Para abrazarme a mi ídolo le derribé del altar, y cuando le vi por tierra, me llené de orgullo, y la adoración se trocó en desprecio, y le pisoteé en lugar de recibir con júbilo y con vehemente gratitud su beso. »En fin, más vale que haya sucedido todo como ha sucedido. Dios tenga piedad de mí y perdone mis culpas. Conozco que se acerca la hora en que me llamará Dios a su tremendo tribunal.
Quiso ver el emperador aquel famoso templo de la Rotunda, que en la antigüedad se llamó el templo de todos los dioses, y ahora, con mejor vocación, se llama de todos los santos, y es el edificio que más entero ha quedado de los que alzó la gentilidad en Roma, y es el que más conserva la fama de la grandiosidad y magnificencia de sus fundadores: él es de hechura de una media naranja, grandísimo en estremo, y está muy claro, sin entrarle otra luz que la que le concede una ventana, o, por mejor decir, claraboya redonda que está en su cima, desde la cual mirando el emperador el edificio, estaba con él y a su lado un caballero romano, declarándole los primores y sutilezas de aquella gran máquina y memorable arquitetura; y, habiéndose quitado de la claraboya, dijo al emperador: ''Mil veces, Sacra Majestad, me vino deseo de abrazarme con vuestra Majestad y arrojarme de aquella claraboya abajo, por dejar de mí fama eterna en el mundo''. ''Yo os agradezco -respondió el emperador- el no haber puesto tan mal pensamiento en efeto, y de aquí adelante no os pondré yo en ocasión que volváis a hacer prueba de vuestra lealtad; y así, os mando que jamás me habléis, ni estéis donde yo estuviere''. Y, tras estas palabras, le hizo una gran merced.
Palabra del Dia
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