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Actualizado: 12 de junio de 2025
¡Un buen almuercito! me decía Mamette al conducirme a la mesa; pero es sólo para usted, porque nosotros ya comimos esta mañana. A cualquier hora que se visite a esos pobres viejos, siempre han comido por la mañana.
Tratábase de alcanzar allá arriba, en la última tabla, cierto frasco de cerezas en aguardiente que hacía diez años que aguardaba a Mauricio, y con cuya apertura quisieron obsequiarme. A pesar de los ruegos de Mamette, el viejo se había empeñado en ir a buscar él mismo las cerezas, y encaramado sobre una silla, con gran espanto de su mujer, pretendía alcanzarlo.
Mamette, al entrar, había comenzado por hacerme una gran reverencia; pero el viejo la paralizó con cuatro palabras: Es amigo de Mauricio. Y he aquí que, al punto, tiembla, llora, pierde el pañuelo, se pone encarnada, muy roja, aún más roja que él. ¡Esos viejos! La única gota de sangre que tienen en las venas, se les sube a la cara a la más pequeña emoción.
Cuando concluí de almorzar, me levanté para despedirme de mis huéspedes. Ellos, por su gusto, me hubieran retenido todavía un rato, para hablar de Mauricio, pero iba atardeciendo, estaba lejos el molino, y era necesario emprender la marcha. El viejo se había puesto de pie al mismo tiempo que yo. Mamette, trae mi sobretodo. Voy a acompañarlo hasta la plaza.
Entonces, si ustedes hubieran visto al pobre viejo, si le hubiesen visto precipitarse a mí, con los brazos extendidos, abrazarme, apretarme las manos, correr trastornado por la habitación, repitiendo: ¡Dios mío, Dios mío! Reíansele todas las arrugas del rostro. Estaba rojo. Tartamudeaba. ¡Ah, caballero! ¡Ah, caballero! Ibase después al fondo, llamando: ¡Mamette!
El viejo yérguese repentinamente en el sillón. ¿A que no adivinas en qué estoy pensando, Mamette? ¡Quizá no habrá almorzado! Y Mamette, trastornada, levantando los ojos al cielo, exclama: ¡Sin almorzar! ¡Santo Dios! Pensé que hablaban todavía de Mauricio, e iba a responder que ese buen muchacho jamás se ponía a la mesa después del mediodía. Pero no, era a mí a quien se referían.
Pero la verdadera Mamette había debido llorar mucho durante su vida, y estaba aún más arrugada que la otra. También, como la otra, tenía junto a sí una niña del asilo de huérfanas, guardianita con esclavina azul que nunca la abandonaba, y el ver esos viejos amparados por esas huérfanas, era lo más conmovedor que puede concebirse.
Figúrense el cuadro: el viejo temblaba, y empinábase; las niñas vestidas de azul, agarradas a la silla de éste, detrás de él Mamette, jadeante, con los brazos tiesos, y dominando todo esto un leve aroma de bergamota que despedían grandes pilas de ropa blanca amarillenta amontonada en el armario abierto. Era encantador.
Mamette en su fuero interno pensaba indudablemente en que hacía ya un poco fresco para acompañarme hasta la plaza, pero tuvo la prudencia de no exponer su opinión. Unicamente, mientras le ayudaba a meterse las mangas del sobretodo, un bonito sobretodo de color rapé con botones de nácar, oí a la buena señora que le decía dulcemente: No regresarás muy tarde, ¿verdad?
Lo que más me llamaba la atención eran dos camitas de las cuales no podía separar los ojos. Figurábame esos lechos, casi como dos cunas, a la hora del alba, cuando están aún ocultos por sus grandes cortinajes de cenefas. Dan las tres de la madrugada. A esa hora suelen despertarse todos los viejos. El pregunta: ¿Duermes, Mamette? No, querido. ¿Verdad que Mauricio es un buen muchacho? ¡Oh, sí!
Palabra del Dia
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