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Actualizado: 12 de junio de 2025


La niña del vestido azul nos seguía de lejos, para acompañarlo a la vuelta, pero él no la veía, se enorgullecía de marchar de mi brazo como un hombre. Mamette, radiante, observaba todo esto desde el quicio de la puerta, y al contemplarnos, movía graciosamente la cabeza como si nos dijese: «Todavía puede andar mi marido, a pesar de los años que tieneEl señor subprefecto ha salido de expedición.

Mi mujer es quien las ha preparado. Va usted a probar cosa rica. Su mujer, ¡ah! las había preparado pero se le había olvidado ponerles el azúcar. ¿Qué quieren? La vejez vuelve a uno distraído. ¡Pobre Mamette mía! sus cerezas eran malísimas, a pesar de lo cual yo me las comí todas sin pestañear, no dejando de ellas ni los rabos.

Se abre una puerta, y se oye en el pasillo un trotecito de ratón. Era Mamette. Nada tan conmovedor como aquella viejecita con su gorro de casco, su hábito carmelita y el pañuelo bordado, que por honrarme tenía en la mano, conforme a la usanza antigua. ¡Cosa enternecedora: se parecían! Con papalina y cosas amarillas también él hubiera podido llamarse Mamette.

El buen almuercito de Mamette componíase de dos dedos de leche, unos dátiles y una barquette, una cosa parecida a un pestiño, algo con que alimentarse ella y sus canarios lo menos durante ocho días. ¡Y decir que yo sólo me engullí todas aquellas provisiones! Así, pues, ¡qué indignación alrededor de la mesa! ¡Cómo cuchicheaban las niñas vestidas de azul, dándose con el codo!

Palabra del Dia

rigoleto

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