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Actualizado: 14 de julio de 2025
Los anteojos eran de gruesa armadura blanca, con cristales redondos, y la cofia, de tul negro con cintas moradas. ¡Era cuanto había que ver doña Ramona haciendo media, desde que necesitaba anteojos y papalina!
Además, andan por ahí esas monjas extranjeras, de gran papalina, que son linces para esta clase de trabajo. Me aterra el pensar que caigan sobre mi hija. Yo soy del catolicismo a la antigua, de aquella religiosidad española neta: un catolicismo castellano, como quien dice de panllevar, limpio de extranjerías modernas.
El fichú de muselina extremadamente blanco de aquella dama y la papalina que cubría sus bucles de cabellos grises y lacios, formaba un contraste chocante con los trajes de raso amarillo y los tocados aparatosos de sus vecinas. Se acercó a la señorita Nancy con mucha afectación y le dijo lentamente, con voz aguda y suave: Espero, sobrina, que estéis en buena salud.
Se ve á la mujer en el campo, dirigiendo hábilmente un carruaje, con su blanca y aseada papalina, llevando las riendas de un elegante cabriolé en el paseo público, detrás del mostrador en el café, en la tienda, en el escritorio, en todas partes, posesionada siempre de la porcion de humanidad que la ha dado una conciencia que yo respeto, por más que se torne contra la poesía oriental de la mujer: una conciencia que no la usurpa lo que la ha dado la verdad adorable de la creacion.
Vestía hábito de estameña negra ceñido a la cintura por un cordón del cual pendía un gran crucifijo de bronce. En la cabeza, a más de la toca, traía una gran papalina blanca almidonada. Los zapatos eran gordos y toscos; pero no podían disfrazar por completo la gracia de un pie meridional.
No faltó, sin embargo, quien afirmase por lo bajo que la papalina de don Máximo era la menos divertida que jamás había visto.
Los primeros tienen capa o capote, aunque haga calor; echarpe al cuello y gorro griego o gorra si son hombres: si son mujeres gorro o papalina, y un enorme ridículo; allí va el pañuelo, el abanico, el dinero, el pasaporte, el vaso de camino, las llaves, ¡qué más sé yo! Los acompañantes, portadores de menos aparato, se presentan vestidos de ciudad, a la ligera.
Me parece que aún estoy viendo a aquella respetable cuanto iracunda señora con su gran papalina, su saya de organdí, sus rizos blancos y su lunar peludo a un lado de la barba. Cito estos cuatro detalles heterogéneos, porque sin ellos no puede representársela mi memoria.
Se abre una puerta, y se oye en el pasillo un trotecito de ratón. Era Mamette. Nada tan conmovedor como aquella viejecita con su gorro de casco, su hábito carmelita y el pañuelo bordado, que por honrarme tenía en la mano, conforme a la usanza antigua. ¡Cosa enternecedora: se parecían! Con papalina y cosas amarillas también él hubiera podido llamarse Mamette.
Palabra del Dia
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