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Actualizado: 5 de septiembre de 2024
Era inclinación. Nada de disfrazar las faltas. Había hablado, sin precisar nada, de malos pensamientos, pero le parecía indecoroso e injusto para con ella misma, hasta grosero, personificar aquellas tentaciones, decir que se trataba de un solo hombre de tales prendas, y señalar los peligros que había. Pero ¿debía haberlo hecho? Tal vez.
Amor no era; el Magistral no creía en una pasión especial, en un sentimiento puro y noble que se pudiera llamar amor; esto era cosa de novelistas y poetas, y la hipocresía del pecado había recurrido a esa palabra santificante para disfrazar muchas de las mil formas de la lujuria. Lo que él sentía no era lujuria; no le remordía la conciencia.
Aquí se eslabona insensiblemente el lema de este capítulo: «Es el hombre de la naturaleza que no ha aprendido aún a contener o a disfrazar sus pasiones, que las muestra en toda su energía, entregándose a toda su impetuosidad.» Ese es el carácter del género humano y así se muestra en las campañas pastoras de la República Argentina.
Bajo la autoridad de doña María has aprendido de tal modo a disfrazar los pensamientos, que hasta se ocultan a mis ojos, tan acostumbrados, no sólo a leerlos, sino a adivinarlos. Ha desaparecido aquella claridad que te rodeaba, y que te hacía doblemente hermosa ante mí. Ya no hablas aquella palabra divina que ningún mortal, y menos yo, podía poner en duda.
Vestía hábito de estameña negra ceñido a la cintura por un cordón del cual pendía un gran crucifijo de bronce. En la cabeza, a más de la toca, traía una gran papalina blanca almidonada. Los zapatos eran gordos y toscos; pero no podían disfrazar por completo la gracia de un pie meridional.
En la mirada inquieta con que seguía la marcha, siempre ascendente, del oro en la pizarra, los conciliábulos que celebraba y el aire de contrariedad que no sabía disfrazar, denunciaba claramente que la cosa no marchaba a su gusto, como él decía.
Debió sentir que los ojos se le animaban y, para disfrazar aquel signo de agrado, frunció el entrecejo, aunque murmurando: «sí, sí, aquí veo algo nuevo.» Luego prosiguió devorando renglones; pero cada instante le era más imposible sofocar el gozo y, temiendo que se lo conocieran en la cara, dejó de leer.
Porque el estilo, quien quiera que leyere las unas y las otras con un poco de atención, no le juzgará diferente, como ni una persona vestida de máscara, por mucho que se quiera disfrazar, podrá dejar de ser conoscido, yo diré francamente la verdad. Todas cuantas cartas andan en nombre de otros con las mías, son desa mi pluma grosera, tal cual la que me cupo por suerte.
Si es disfrazar vuestra dama, Como suelen los poetas, Por tratar cosas secretas 1135 Sin ofensa de su fama, Está bien; pero si no, Bajo pensamiento ha sido. Ninguna cosa he fingido, Ni tengo la culpa yo; 1140 Porque no lejos de aquí Vive la hermosa Isabel, Por quien el amor cruel Hace estos lances en mí. Sirve á un indiano, que viene 1145 Á la corte á pretender.
La vanidad sirviera justamente para reconocer cuán ajeno fué de tal escrito, si el estilo no lo dijera á primera vista. Se habla en este libro con extrema parquedad de Antonio Pérez, y él no sabía hacerlo, por mucho que se quisiera disfrazar.
Palabra del Dia
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