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Pensaba la infeliz que, devorando sus quejidos y tapando con sonrisas forzadas la expresión de sus tristezas, y con drogas y menjurjes el color de la agonía y las arrugas de los años y de las zarpadas de la enfermedad, ni ésta avanzaba ni las gentes la velan; sin caer, o mejor dicho, no queriendo caer en la cuenta de que aquellos esfuerzos del ánimo, con aquel vivir sin sosiego, eran a sus males lo que el combustible a la hoguera: cebo que los alimentaba y los embravecía.

Y no la vió más. Nuevas preocupaciones torcieron el curso de sus pensamientos. Un día encontró en la calle á un ruso que parecía viejo y enfermo: Sergueff, su antiguo maestro. Debía tener unos cuarenta años y parecía un setentón, con la barba de un blanco sucio, el pelo triste, como apolillado, y un rostro de profundas arrugas, sin más vida que la de los agujeros verdes de sus ojos.

Como tenía el sombrero en la mano, dejaba al descubierto una cabeza que aún estaba regularmente provista de cabellos blancos y rizos sin aliño ni compostura alguna. La tez excesivamente morena y los ojos negros y un poco hundidos ofrecían tal fuego y viveza, que contrastaban notablemente con las arrugas del rostro y la blanca color de los cabellos.

El criado se los introdujo en altas medias que le llegaban a mitad del muslo, gruesas y flexibles como polainas, única defensa de las piernas bajo la seda del traje de lidia. Cuida de las arrugas... Mira, Garabato, que no me gusta yevar bolsas. Y él mismo, puesto de pie, intentaba verse por las dos caras en un espejo cercano, agachándose para pasar las manos por las piernas y borrar las arrugas.

Si Artegui se presentase entonces.... Llorar, llorar con la cabeza apoyada en sus hombros.... Al fin se acordó de una oración, que le había enseñado el Padre Urtazu, y dijo: «Dios mío, por vuestra Cruz, dadme paciencia, paciencia». Estuvo largo rato repitiendo entre gemidos: «paciencia». El Padre Arrigoitia se presentó al fin, solo. Su frente ebúrnea venía cubierta de arrugas y sombras.

Para estas buenas señoras no existía el tiempo. Ni veían las arrugas, ni la peluca, ni los dientes postizos de su hermano. Manuel Antonio era siempre un pollito, un petimetre. Sus trajes, sus baños, las horas que empleaba en el tocado les hacían sonreír con benevolencia.

Mi tío parecía distraído, y yo, temiendo contrariarle, me contentaba con mirarle de vez en cuando a hurtadillas. »Está muy cambiado, aunque para las personas indiferentes tal vez pasaría inadvertido este cambio. Pero a no se me oculta: yo veo más arrugas en su frente, menos brillo en su mirada y más preocupación en toda su actitud.

Basta, señor; semejantes ignominias no valen el trabajo que se toma al formularlas. Vi brillar repentinamente los ojos del anciano bajo sus espesas cejas como si una chispa se hubiera desprendido de ellos. Una débil sonrisa desplegó las rígidas arrugas de su rostro.

De repente, sus cabellos se pusieron blancos como la nieve, su rostro se cubrió de arrugas, y sus espaldas se encorvaron como las de un hombre decrépito. Después le faltó el aliento. Y al fin cayó muerto en la playa. ¡Pobre Urashima! Murió por atolondrado y desobediente. Si hubiera hecho lo que le mandó la Princesa, hubiese vivido aún más de mil años.

Hacía de esto sesenta años, y por el respeto con que me hablaba el buen hombre, comprendí la impresión que debió de causarle aquel francés de 1806, algún gracioso Oswaldo del primer imperio, con su pantalón colán, sus botas con arrugas en la caña, un gigantesco schapska y atrevimientos de vencedor. Si el barquero del Starnberg vive todavía, dudo que admire tanto a los franceses.