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Y ella decía que , mirando al amante con sus ojazos tristes, mientras se llevaba a la cara el mazo de violetas, oliéndolo con delectación. Nogueras carraspeó con insistencia llamando a Maltrana. La entrevista se prolongaba demasiado: otro día, más. Isidro cogió la mano amarillenta que ella le tendía. Adiós, Feli... Adiós, nena. Volveré. La enferma le recordó su promesa.

Esta luz amarillenta, igual al oxidado fulgor del oro viejo, parecía aumentar la suntuosidad de las salas. Era la arquitectura majestuosa y rica que convence al pueblo y á los ricos improvisados. Las columnas y pilastras, de ónix y de bronce, sostenían un techo magnífico, cortado circularmente por la cristalería de la claraboya.

Mi faz amarillenta y mi largo bigote caído, favorecían el plan. Y cuando a la mañana siguiente, después de haber regateado con los sastres de la calle Cha-Cona, entré en la sala tapizada de seda escarlata, donde ya brillaba la vajilla del almuerzo sobre la mesa de hule negro, la generala retrocedió como si apareciese el propio Tong-Tché, Hijo del Cielo.

Lejos, en la bruma que cerraba el horizonte, corrían como ovejas asustadas las barcas pescadoras, con la vela casi recogida y negruzca por el agua, sosteniendo una lucha de terribles saltos, enseñando la quilla en cada cabriola, antes de doblar la punta del puerto, amontonamiento de peñascos rojos barnizados por las olas, entre los cuales hervía una espuma amarillenta, bilis del irritado mar.

Anduve detrás de mi madre, cogido a su falda, sin dejarla hacer nada, hasta que vino el viejo Irizar, con su traje negro y su sombrero de copa, y me tuve que sentar junto a él en el banco del centro. Poco a poco fueron entrando mujeres vestidas de luto, que se arrodillaban, extendían paños negros en el suelo, desarrollaban la cerilla amarillenta y la encendían.

Aunque vestía a la última moda, con minuciosa corrección, repitiendo los gestos y frases aprendidos durante un año de gran vida europea, este gentleman de tez amarillenta se ponía de color de ladrillo y le brillaban los ojos siempre que giraba la conversación sobre actos de valor, y escenas de muerte, como si resucitase en su sangre la acometividad de los abuelos españoles y de los abuelos indígenas, entreverados en luengos siglos de peleas.

Los mismos tipos del ejército de Oriente circulaban por sus aceras: ingleses vestidos de kaki, canadienses y australianos con sombreros de ala levantada; indostánicos enormes y esbeltos, de tez cobriza y espesa barba en forma de abanico; tiradores senegaleses, de un negro charolado; tiradores anamitas, de cara redonda y amarillenta, con ojos en triángulo.

Bonifacio vio dos actos de La Extranjera la noche del estreno, y con un supremo esfuerzo de la voluntad se arrancó de las garras de la tentación y volvió al lado de su esposa, de su Emma, que, amarillenta y desencajada y toda la cabeza en greñas, daba gritos en su alcoba porque su esposo la abandonaba, acudiendo tarde, muy tarde, media hora después de la señalada, a darle unas friegas sin las cuales pensaba ella que se moría en pocos minutos.

Los aldabonazos suenan sordamente, una vez, dos veces. Después se oyen pasos en el interior; la llave gira, y una luz amarillenta se esparce fuera, en la claridad de la luna. ¡En nombre del cielo! ¡qué cara trae usted! exclama asustada la criada. Y la puerta se cierra. El se deja estar allí largo tiempo, con los ojos fijos en el sitio por donde ella ha desaparecido.

No había más que verle, descolorido, con una palidez amarillenta, tirante la piel de la cara como si fuese a marcar con fidelidad enfermiza los relieves del hueso; sin más animación que aquel fuego que brillaba en sus ojos como una chispa de loca alegría. ¡Oh familia desgraciada! ¡todos iguales!... La madre hacía esfuerzos para ocultar la verdad a Remedios. ¡Pobre muchacha!