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Cuando comencé a escribir, a mi tía Úrsula se le ocurrió dictarme párrafos del gran libro de la familia, y todavía conservo, por casualidad, un pliego en papel de barba, escrito por mi inhábil mano, con letras desiguales, que dice así: «El capitán de barco, Martín Pérez de Irizar, hijo de Rentería, cuando volvía de Cádiz de cargar un galeón de mercaderías, se encontró en alta mar con el corsario francés Juan Florín, cuyo nombre espantaba a cuántos salían al mar.

Juan Florín quiso dar veinte mil duros al capitán Irizar por su rescate; pero fué inútil su ofrecimiento, porque el hombre entendido y de buen juicio prefiere su honra a todo el dinero del mundo. Con noventa hombres presos y los dos barcos cogidos, el capitán Irizar volvió a Cádiz, como correspondía a su fina lealtad.

Por ambas partes corrió la sangre en abundancia, y después de la refriega, Martín Pérez de Irizar apresó a Juan Florín, a sus barcos y a toda su gente. De los piratas murieron treinta hombres y quedaron heridos más de ochenta.

El emperador don Carlos, nuestro Señor, mandó que fuese ahorcado Juan Florín, el pirata, y que el capitán Martín Pérez de Irizar pusiera en su escudo, para eterno recuerdo, el galeón, el arpón y la bandera ganados en la batalla

Después de la misa, el cura se volvió hacia los fieles y rezó por el muerto y por todos los sepultados en el Océano. Entonces los sollozos aumentaron. Luego, el cura se acercó al catafalco a rezar sus responsos y lo roció varias veces con agua bendita. Yo me encontraba amilanado. Al salir de la iglesia, el sol pálido iluminaba el atrio. Irizar y yo nos quedamos a la puerta.

¡Cuánto se holgará de esto, si vive aún, como deseo, mi docto y querido amigo D. Joaquín de Irizar y Moya, que ha escrito obras tan notables sobre la lengua vascuence, echando la zancadilla a los Erros, Larramendis y Astarloas! Algo aprovechará él de las flamantes invenciones para dar más vigor a su sistema, arreglándole de suerte que se ajuste y cuadre con la más perfecta ortodoxia católica.

Tanto me habían hablado de la maldad de los chicos, que fuí a la escuela como un borrego que llevan al matadero. Yo estaba dispuesto a luchar, como Martín Pérez de Irizar, contra cualquier Juan Florin que me atacase, aunque mis fuerzas no eran muchas. Al principio me puso el maestro entre los últimos, lo que me avergonzó bastante; pero pasé pronto al grupo de los de mi edad.

Este caso ocurrido con mi camarada, ejemplo de la energía femenina luzarense, no me inducía a casarme, ni aun con la espiritual Barbarita. Me contaron el proceso de este conflicto familiar entre Recalde y la Cashilda, en la relojería de Zapiain, que era el mentidero de las personas pudientes del pueblo. Mi tío, el viejo Irizar, fué el que me llevó allí.

De cuando en cuando sonaba el órgano, y su voz armoniosa se levantaba hasta la alta bóveda. Yo miraba por todas partes, a pesar de que el viejo Irizar me exhortaba a que estuviera con más devoción. ¡Qué fervor el de aquellas mujeres! Arrodilladas sobre sus paños negros rezaban con toda su alma. Eran algunas viudas de capitanes y de pilotos, y, al recordar el hombre perdido en el mar, sollozaban.

El orgulloso francés llevaba dos barcos bien pertrechados de armas. A los que cogía en el mar, grandes o chicos, hombres o mujeres, los desvalijaba y los dejaba en cueros; así que estaba muy rico. Al divisar el galeón del capitán guipuzcoano, como el francés le atacara con brío, Irizar se defendió en su barco, valientemente.