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Pasó una hora sin que ningún incidente alterase la marcha de la lucha. El guipuzcoano abría sus perforaciones, pasando de una á otra sin levantar la vista. El Chiquito le llevaba aún un agujero de ventaja como al principio del combate. Los mineros de Bilbao continuaban en su alegría insultante. ¡Aún admitían apuestas!

El orgulloso francés llevaba dos barcos bien pertrechados de armas. A los que cogía en el mar, grandes o chicos, hombres o mujeres, los desvalijaba y los dejaba en cueros; así que estaba muy rico. Al divisar el galeón del capitán guipuzcoano, como el francés le atacara con brío, Irizar se defendió en su barco, valientemente.

Todos querían ver á los contendientes y se empujaban, ansiando pasar su mirada por encima de los hombros que tenían delante. El barrenador guipuzcoano era un mocetón mofletudo, de ojos abobados, ruboroso y con cierto miedo, al verse objeto de todas las miradas.

Tablas, que había dado ya algunos pasos hacia San Millán se detuvo, mientras el guipuzcoano, estrechando con el más vivo afecto la mano de su amigo, lo dijo estas palabras: Mañana... y quien dice mañana dice el mes que viene o el año que viene... estarás conmigo en la Isabelina.

El silencio con que acogían su victoria molestábales más aún que los gritos irónicos de algunos forasteros, que parodiaban la fanfarronería de los bilbaínos, ofreciendo un duro por un real, en favor del guipuzcoano. Terminó la lucha sin la explosión de entusiasmo que esperaba Aresti.

Sentáronse en aquello que más parecía nicho que cuarto, y como no tenían luz, no eran vistos de fuera y podían ver a todos los que desde el café subían a las regiones altas. Aquí podemos hablar cómodamente dijo el guipuzcoano , y explicaré mi idea sin que nadie se entere. Para poner remedio al grave mal que antes indiqué, he determinado fundar una sociedad secreta....

Miróle el fondista extrañado, con ira casi, y contestó con toda la brusca hombría de bien del genuino guipuzcoano: ¡Quite usted, caballero, allá!... ¿Usar eso en Guipúzcoa?... ¡Nunca!... Diógenes dio un suspiro de descanso y se echó a llorar.

Por más que el guipuzcoano se diera aires de inventor de aquel plan sapientísimo, se podía jurar que sólo era instrumento de una voluntad superior, maquinilla engrasada por el oro y movida por una mano misteriosa.

¡Hombre, no puedo permitir!... A usted le harán falta también.... No tanto como a usted.... Pero aunque así fuera.... Ya sabe usted que se le quiere mucho. Es usted el único guipuzcoano con talento que he tropezado hasta ahora. Al mismo tiempo, como le llevara abrazado, le daba afectuosas palmaditas en el hombro.

Pasó, sin embargo, la crisis, y ya cerca de las doce abrió Diógenes los ojos, y vio delante de al fondista, un hombre gordo, alto, completamente afeitado, sin corbata, calada la boina, y el chaquetón largo, tipo característico del guipuzcoano de pueblo acomodado.