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Un fulgor de orgullo y de cólera pasó por sus ojos, y echó el busto adelante agresivamente, como si acabase de sufrir un insulto. ¡Quieto, Gallardo!... Si sigue usted así, no será mi amigo y lo pondré en la puerta. El torero pasó de la acción al desaliento, quedando en una actitud humilde y avergonzada. Así transcurrió un largo rato, hasta que doña Sol acabó por apiadarse de Gallardo.

Al empuje de algunos hombres forzudos se levantó la compuerta, a pesar de la tierra y las hierbas que la cubrían y ocultaban, y se dejó ver el cielo sin luna y sólo débilmente iluminado por el pálido fulgor de las estrellas que a trechos entre obscuras nubes lucían.

Miró en su derredor, como si se sintiera presa de una gran congoja, como si se creyera perdida, como si se viera envuelta en una tromba voraz y absorbente. Luego me miró: sus ojos estaban iluminados por un fulgor de gozo, por una sonrisa burlona. ¡Ah! ¿Cree usted?... ¿Hasta usted cree que yo quiero morir?... ¿Cómo lo ha creído usted?... ¡Llévese esa arma!

Recibe las piadosas ofrendas del pobre; acepta el fulgor de esas luces de aceite, que palidecen entre los torrentes de claridad divina que traes contigo, y presta oídos á los ruegos, á las recomendaciones y solicitudes hechas con limpio corazón. Tras él viene otro no menos grande.

¡Lleven y compren! mugía otro . ¡Aire!... ¡Marchen, marchen! Entre la miseria sórdida y gris acumulada en los puestos de las aceras brillaba de pronto un fulgor, deslumbrando a los curiosos.

La salud brillaba en sus frescas y sonrosadas mejillas; la calma, en su cándida y tersa frente, coronada de rubios rizos; la serenidad del espíritu, en sus ojos azules, donde cierto fulgor apacible de caridad y de sentimientos piadosos suavizaba el ingénito orgullo.

Todos los fuegos de artificio palidecían ante las variedades del fulgor orgánico. Las ramas vivientes del polípero, los ojos de las bestias, hasta el barro sembrado de puntos brillantes, emitían chorros fosfóricos, haces de chispas cuyos resplandores se abrían y cerraban incesantemente.

Ibamos por el ángulo del Norte, y al fulgor de las luces de un café, denominado de las Arcadas, vi escrito en una esquina restaurant Champeaux.

Las estrellas brillaban aún con un fulgor pálido y moribundo, y un silencio sepulcral reinaba en el fondo de todos los abismos. Un lampo de claridad apareció en el oriente como una mota de indecisa blancura; despues se extendió al pié del horizonte en una inmensa cinta luminosa y rosada, y los astros apagaron su tembloroso brillo.

El color blanco de su cara habíase convertido en una palidez pergaminosa; su frente estaba surcada de repentinas arrugas, y los secos ojos tan pronto irradiaban el fulgor de la ira como se abatían amortiguados. Pero otro incidente llamó la atención más que el grave silencio y la amarillez y las arrugas, y fue que sus cabellos, entrecanos algunos días antes, estaban enteramente blancos.