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Lo peor fue que viéndole su mujer tan retortijado y hecho todo una ese, creyó que tenía el dolor espasmódico que le solía dar; y como el mejor remedio para eso eran las friegas, Nicanora le propuso dárselas, y al oír tal proposición, tembláronle a Ido las carnes, viéndose descubierto y perdido. «Ahora que la hemos hecho buena» pensó.

Llegó Reyes, dio las friegas con gran ahínco, en silencio, oyendo resignado los gritos, mezclados de improperios, de su mujer, y pensando en la frente y en la voz de la Gorgheggi y en el final de La Extranjera, que estarían entonces cantando.

Aquella vida era sobrado activa para la cabeza del señorito, sobrado entumecida y sedentaria para su cuerpo; la sangre se le requemaba por falta de esparcimiento y ejercicio, la piel le pedía con mucha necesidad baños de aire y sol, duchas de lluvia, friegas de espinos y escajos, ¡plena inmersión en la atmósfera montés!

Que se verifique en sitio seguro, sin más testigo que el indispensable, una persona adicta para auxiliar en caso de necesidad, vigilar, sostener, dar friegas con paños de lana bien calientes, propinar un ligero cordial de un líquido templado en el que se pondrán algunas gotas de enérgico elíxir. «Pero se me objetará, el peligro es menor cuando uno se baña á la vista de todo el mundo.

Rufita González supo más que esto a la una en punto. Supo que, habiendo salido Nieves de la mar sin conocimiento, hubo necesidad de desnudarla y darla friegas en todo el cuerpo, para que volviera en , y dárselas con un esparto sucio, por no haber allí otro recurso de que echar mano.

Muchos hombres y muchachas de la gañanía querían pasar el domino en sus pueblos de la sierra, y le habían pedido los jornales para llevarlos a sus familias. Una tarea de volverse loco, el ajustar las cuentas de aquella gente que siempre se creía engañada. Además, había tenido que cuidar a un semental que andaba malucho; darle friegas y otros remedios, ayudado por Zarandilla.

Bonifacio vio dos actos de La Extranjera la noche del estreno, y con un supremo esfuerzo de la voluntad se arrancó de las garras de la tentación y volvió al lado de su esposa, de su Emma, que, amarillenta y desencajada y toda la cabeza en greñas, daba gritos en su alcoba porque su esposo la abandonaba, acudiendo tarde, muy tarde, media hora después de la señalada, a darle unas friegas sin las cuales pensaba ella que se moría en pocos minutos.

Dos mujeronas, de rodillas a un lado y otro, la una con un vaso de agua y vino, la otra atizándole friegas, le hablaban a gritos: «Vuelva en ... ¿Qué demonios le pasa?... Eso no es más que maulería. ¿No quiere beber más?». Benina, de hinojos, se puso también a gritarle, sacudiéndole: «D. Frasquito de mi alma, ¿qué es eso? Abra los ojos y véame: soy la Nina».

Al pronto creyó Jacinta que a su marido le habían pegado una puñalada. Dio un grito... miró; no tenía sangre... «¡Ah! ¿Es que te duele?... ¡Pobrecito niño! Eso será frío... Espérate, te pondré una bayeta caliente... te daremos friegas con... con árnica...».

Yo soy clara como el agua, vamos... y no se me murieron en las manos, ¡porreta!, sino dos, en la edá que tengo.... Después los médicos hablan.... Y yo cuanto puedo hago, y unturas y friegas de Dios llevo dado en ella.... Al afirmar esto, la comadre se limpiaba a las caderas sus gigantescas manos pringosas. ¿Habrá que avisar al médico? gimoteó la tullida.