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El premio de aquellos certámenes florales consistía en un abrazo cariñoso de la infeliz anciana, la cual apenas podía alargar la mano para acariciar al vencedor. Pero siempre había para la joven una frase tierna, un halago de aquellos labios trémulos, a las veces contraídos por una sonrisa de dolor.

Una noche fuí allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida. Qué tienes me dijo. Nada le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Dejó hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistemente. Al fin apartó los ojos contraídos y entramos.

Tal ves sea lo que usté dise... pero yo no lo puedo remediá... ¡me causan horró todas las penas corporale! Al pronunciar estas palabras sus labios estaban contraídos por una sonrisa de inefable dulzura, mientras sus ojos seguían mirando a la primogénita de Rivera.

Pálido, los labios contraídos, los ojos cerrados, el desconocido permanecía inerte y la señorita Guichard tuvo miedo. ¡Oh! Oh! ¿Acaso será esto más serio de lo que había pensado? Será preciso llevarle á la alcaldía. ¡Oh, tía mía!, suplicó Herminia; ¿dónde puede estar mejor cuidado que en nuestra casa? ¡Es verdad!, contestó con convicción la señorita Guichard.

En la puerta del Mercado vendíanse narices de cartón, bigotes de crin, ligas multicolores con sonoros cascabeles, y caretas pintadas, capaces de oscurecer la imaginación de los escultores de la Edad Media, unas con los músculos contraídos por el dolor, un ojo saltado y arroyos de bermellón cayendo por la mejilla; otras con una frente inmensa, espantosa; caras de esqueletos con las fosas nasales hundidas y repugnantes; narices que son higos aplastados, o que se prolongan como serpenteante trompa con un cascabel en la punta; sonrisas contagiosas que provocan la carcajada y carrillos rubicundos a los que se agarra un repugnante lagarto verde.

La pálida claridad del alba naciente entró en la habitación. Acostado en su lecho, el enfermo dormía; sus rasgos, momentos antes contraídos por el sufrimiento, se dilataban poco a poco; la respiración era menos jadeante, más regular.

Abajo, un pequeño patio con pavimento de losas húmedas, como si cayese en ellas con frecuencia un chaparrón de cubos de agua. Sobre las losas, un monigote de abultado tronco y brazos y piernas delgados, esqueléticos, contraídos por grotesca actitud.

Preciso es que la madre haya puesto mucho de su parte, porque la verdad es que no encuentro en esta muchacha nada que le recuerde con su cabezota redonda, sus ojillos chispeantes, sus delgados labios contraídos por maliciosa sonrisa y su ancha y corta barbilla. Elena no es alta, muy menudita, con ademanes tímidos de pájaro dispuesto a volar.

No llega sino el que es amigo del ministro, el que es pariente del ministro; los méritos contraídos, los servicios prestados nada significan, y sin buenas cuñas no hay ascensos, y sin adulación y sin bajeza: el empleado que quiere marchar por sus cabales, es condenado a vegetación perpetua, y esto si, en un día de mala digestión del señor ministro, no se le borra del cuadro de una plumada.

Los ojos del aya, mientras duró esta brevísima escena, no se alzaron de la mesa, y sus labios estuvieron contraídos con sonrisa dura y nerviosa. El conde clavó la vista en su mujer y se alzó de la silla pausadamente. En este momento penetró el criado en el comedor diciendo: Un señorito joven y rubio, que viene de Vegalora, pregunta por los señores. Que pase adelante. Los amigos del conde.