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Actualizado: 10 de mayo de 2025


Y sus lágrimas brotaron, y sus labios contraidos, entre dolientes gemidos, la faz de Ayela besaron; luégo sus brazos la alzaron, sobre el hombro la cargó, desatentado partió con el vértigo en la mente, y gruñendo en són doliente el fiel Radjí le siguió.

Al cabo se desprendió la máscara y, unida al grupo, se alejó gritando, mientras Velázquez prosiguió su camino con los labios contraídos por una sonrisa de orgullosa satisfacción. Aquel ligero incidente le había puesto de buen humor, pues apenas le cabía duda de que la gitana era Paca: su misma estatura, su cuerpo y hasta su modo de andar.

Era la biblioteca de un Ulloa, un Ulloa de principios del siglo: Julián extendió la mano, cogió un tomo al azar, lo abrió, leyó la portada... «La Henriada, poema francés, puesto en verso español: su autor, el señor de Voltaire...». Volvió a su sitio el volumen, con los labios contraídos y los ojos bajos, como siempre que algo le hería o escandalizaba: no era en extremo intolerante, pero lo que es a Voltaire, de buena gana le haría lo que a las cucarachas; no obstante, limitóse a condenar la biblioteca, a no pasar ni un mal paño por el lomo de los libros: de suerte que polillas, gusanos y arañas, acosadas en todas partes, hallaron refugio a la sombra del risueño Arouet y su enemigo el sentimental Juan Jacobo, que también dormía allí sosegadamente desde los años de 1816.

Tantos méritos, contraídos en una larga y laboriosa carrera, no le merecieron más recompensa que la de recibir los despachos de teniente coronel; bajando al sepulcro, a principios de 1809, lleno de inquietudes sobre la suerte futura de su familia, a quien sólo legaba un nombre sin tacha.

Palabra del Dia

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