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Y sus lágrimas brotaron, y sus labios contraidos, entre dolientes gemidos, la faz de Ayela besaron; luégo sus brazos la alzaron, sobre el hombro la cargó, desatentado partió con el vértigo en la mente, y gruñendo en són doliente el fiel Radjí le siguió.

Con antorchas le esclarecen el camino, y á su llama, que en chispas se desparrama del viento bajo el furor, de Ayela ve el almirante la sobrehumana hermosura, y súbita llama impura prende en él de un torpe amor.

Asida á su Ataide Ayela, miraba, cual la leona que á su cachorro defiende, á Aben Jucef, que su cólera trocado habia en espanto, y ella, al verle, tembló toda.

Á poco las tiendas arden, gritos de muerte se escuchan, presto los tristes no luchan degollados en monton, y Ayela, de horror transida, entre unos brazos se siente, y ve una mirada ardiente que la hiela el corazon.

Los miembros atormentados, de dolor temblando y frio, con espantoso extravío en su anhelante mirar, vagamente recordando rojas visiones tremendas, Ayela busca las tiendas de su querido aduar.

Ayela, de horror transida, que en la voz jóven, sonora, á Ataide escuchado habia, sus fuerzas cobrando todas, por un milagro de amor, cual revive luminosa y brilla por un momento una luz que á su fin toca, ansiosa, rápida, ardiente, corrió, llegó, y animosa entre las fieras cuchillas se arrojó, sublime, heroica, para defender la vida del que era su sangre propia.

Y esta maldicion horrible que del dolor en la hora Ayela desesperada, de justa venganza ansiosa, pronunció contra el malvado, ignorando su deshonra, ignorando que era madre, cuando lo fué en su memoria, se sublevó turbulenta, sombría, amenazadora; que al maldecir á los hijos de la fiera sanguinosa que asesinó á su familia, maldijo á su sangre propia; y por eso cuando Ataide en su infancia fatigosa, que siempre sobran fatigas donde el dinero no sobra, el bello semblante pálido mostraba, y su linda boca de arcángel no sonreia, la maldicion pavorosa helaba de espanto á Ayela, surgiendo de entre la sombra del imborrable recuerdo de su desdichada historia; y pasaron veinte años de angustias y de congojas para la pobre inocente madre honrada, aunque no esposa, y para el hijo sin padre, del cual fué la herencia sola, con la belleza de Ayela y su sangre generosa, el valor de Aben Jucef y su condicion indómita.

Ni un vestigio, ni un despojo en la arena abandonada; la mar, entónces rizada, cuando el huracan la hinchó, el arrecife asaltando, bravía por él subiendo, cuanto al paso halló barriendo, sólo á Ayela respetó.

Aquel huertecillo verde, aquella tranquila estancia que hace pensar en un nido que á su culto amor consagra, de Ataide, el desventurado, es la doliente morada, que en ella la triste Ayela se extingue como una lámpara, que al fin de una horrenda noche sin pábulo muere exhausta.

En el hogar la asentó Ataide, y con voz ardiente su aventura la contó, y ella, abatida la frente, estremecida, doliente, en silencio le escuchó. Ataide acabado habia, Ayela permanecia doblegada, muda, inerte, y su alentar parecia el hervor de la agonía tras el cual viene la muerte.