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Luégo miró con espanto que agitada, convulsiva, por la boca sangre viva, por los ojos triste llanto, lanzaba Ayela, y que en tanto la muerte apagaba impura de sus ojos la hermosura, y con mate palidez manchaba la limpidez de su nítida blancura.

Áun sonaban en el huerto sus pisadas presurosas, cuando recayendo Ayela de su miedo en las congojas, de insoportable pavor dominada, de afan loca, Radjí exclamó: vén conmigo, precédeme: el rastro toma de tu señor.

Ayela dijo para , con triste anhelo tal vez sin razon me aflijo: ¿Mas, qué madre por su hijo no vive en tenaz recelo, temiendo un afan prolijo? Y añadió, la voz temblando: En buen hora ve, mas cuida que ansiosa quedo esperando. No he de tardar, por mi vida dijo Ataide y la salida ganó, impaciente escapando.

Ayela en silencio reza, y las leves cuentas pasa de un rosario de marfil con sus manos descarnadas, y á pesar de todo, hermosas, que cual al frio del alma, en convulsion persistente se agitan, y apénas bastan á sostener del rosario la ligerísima carga. Una candela en un nicho con su luz rojiza baña del reducido aposento las paredes blanqueadas, que, si aparecen desnudas, por su limpieza resaltan.

Siempre con el miedo horrible de que en fatídica hora su maldicion alcanzase al hijo de sus congojas, su único bien en el mundo, aquella noche en que llora por la tardanza de Ataide, una fatídica sombra su delirante cabeza asalta y la vuelve loca: nunca más vivo el recuerdo de la noche tormentosa de su desdicha la aqueja; la faz repugnante y torva, por el deseo irritada, de su asesino, medrosa cual si pasado no hubieran los años, abrumadora, impregnada de amenazas, en frio pavor la ahoga; y ya no reza ni siente crujir la puerta premiosa del huerto, ni unas pisadas sobre la arena sonoras; pero Radjí se levanta penosamente, la cola menea, con sus gruñidos la atencion de Ayela evoca, que de su estera se alza y á la puerta llega ansiosa, palpitante, en el momento en que Ataide al umbral toca, y muriendo de alegría entre sus brazos se arroja.

Su cuidado maternal, recelando una desgracia, Ayela con más ferviente dolor reza, ansiosa aguarda á que entre el silencio suenen las presurosas pisadas de Ataide, cruzando el huerto, y miéntras reza y se espanta, de sus ojos su desdicha rebosa en ardientes lágrimas.

El Rey me ennoblecerá, Granada me aclamará, ella y seréis mi encanto. ¡Oh! ¡cuán léjos, cuánto y cuánto la locura humana va! dijo Ayela con espanto. Enalteciendo á mi grey, con mi sangre en las campañas, por Dios, la patria y el Rey, premio hallarán mis hazañas. Yo no conozco más ley que el hijo de mis entrañas. ¿Qué rey nos tendió la mano? ¿Qué patria nos amparó?

la pálida frente pura reflejando la hermosura del amor de los amores, de la maternal ternura olvidaba en la locura de su espanto los horrores. ¡Oh tu amor cuál te amedrenta! dijo Ataide conmovido. ¡, de la brava tormenta Ayela exclamó el rugido en mi corazon herido siento horrible y me amedrenta!

En su recuerdo indeleble aquella faz espantosa Ayela guardado habia; y aquella mirada odiosa, sensual y repugnante que la contemplaba absorta, era la mirada misma de aquella terrible hora; y él, que de Ayela tenía en su conciencia la copia, la devoraba mirándola con expresion misteriosa, mezcla de amor y de espanto y dulce á la par que torva.

¡Oh! ¡cuánto he sufrido, cuánto! Ayela anegada en llanto dice con voz amorosa. ¡Jamas he llorado tanto! ¡Jamas con igual espanto tu vuelta esperé afanosa! Y de su cuello colgada, besándole enloquecida, por las lágrimas velada la mirada enamorada, por la pasion encendida y en Ataide encarnizada;