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A las expresiones airadas del ciego, sólo contestó con ásperos gruñidos, y dio media vuelta, espatarrándose y estirando los brazos para caer de nuevo en sopor más hondo y en más brutal inercia.

Quedó en el timón el tío Chispas, un tiburón desdentado, que acogió con gruñidos de impaciencia las últimas indicaciones del patrón, y junto a él su protegido Juanillo, un novato que hacía en el San Rafael su primer viaje, y le estaba muy agradecido al viejo, pues gracias a él había entrado en la tripulación, matando así su hambre, que no era poca.

¡Rencor de solterona! exclamé fingiendo un escalofrío. ¡Qué cosa tan espantosa!... Esperaba yo ver en Celestina los efectos de una cruel decepción, como vajilla rota, platos echados a perder, gruñidos, empujones... Pero no, Celestina estuvo de buen humor todo el día y hasta le cantar a voz en cuello un cántico a la Virgen. La esperanza permanece en el fondo de su corazón, es cierto.

Todos los del contorno pasaban por el camino con dirección á la barraca de Pimentó. Se veía en torno de ella un hormiguero de hombres... y todos con la cara fosca, hablando á gritos, entre enérgicos manoteos, lanzando tal vez desde lejos miradas de odio á la antigua barraca de Barret. Su marido acogía con gruñidos estas noticias. Algo le escarabajeaba en el pecho causándole hondo daño.

Por las mañanas abordaba a los primeros que subían a la cubierta. «Buenos días, señor. ¿Qué tal la nocheHabía gentes afectuosas que le contestaban con agradecimiento, entablando amistosa conversación, como si se conociesen de larga fecha; otros, recelosos y huraños, respondían con gruñidos o continuaban su paseo.

Y aquí tosió dos veces, emitió un par de gruñidos por vía de proemio, y continuó: "Diré que, aunque admiro como el que más las dotes del joven Alcalá Galiano, prefiero á Romero Alpuente, porque es más expresivo, más fuerte, más ... pues.

Otras veces se incorporaba lentamente, con gruñidos de vigilante hostilidad. Alguien pasaba por cerca de la alquería; una sombra, un hombre caminando de prisa, con la celeridad de los ibicencos, habituados a ir rápidamente de un lado a otro de la isla. Si la sombra hablaba, contestaban todos a su saludo.

Partían de él relinchos desesperados, cacareos de terror, gruñidos feroces; pero la barraca, insensible á los lamentos de los que se tostaban en sus entrañas, seguía arrojando curvas lenguas de fuego por las puertas y las ventanas. De su incendiada cubierta elevábase una espiral enorme de humo blanco, que con el reflejo del incendio tomaba transparencias de rosa.

Pero era un secreto; no podía revelarlo sin faltar a la amistad y consideración que debía a la persona que se lo había comunicado. Sin embargo, Granate no acababa de rendirse. Como un mastín a quien rodean los chicos y tratan de congraciársele haciéndole caricias, echábales miradas recelosas y dejaba escapar de vez en cuando gruñidos dubitativos.

Beber y más beber. El vinazo y el aguardientazo le remataron. Una mañana despertó ella oyéndole dar unos grandes gruñidos... así como si le estuvieran apretando el tragadero. ¿Qué era? Que se estaba muriendo. Saltó espantada de la cama, y llamó a los vecinos. No hubo tiempo de suministrarle y sólo le cogió la Unción. Esto pasaba en Lérida.