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En la plaza del lugar, cerrada con carros y tablados, soltábanse toros viejos, verdaderos castillos de carne, llenos de costras y cicatrices, con cuernos astillosos y enormes; reses que llevaban muchos años de ser toreadas en todas las fiestas de la provincia; animales venerables que «sabían latín», tanta era su malicia, y habituados a un continuo toreo, estaban en el secreto de las habilidades de la lidia.

El mar estaba como una balsa de aceite, lo que llamaba la atención de los venezolanos, poco habituados a esa mansedumbre, tan insólita en aquella rada de detestable reputación.

Corrió la gente a las cubiertas casi a medio vestir, y sus ojos, habituados al infinito azul, tropezaron rudamente con la visión de las tierras inmediatas, costas negras cubiertas hasta la cima de bosques lustrosos, de un verde tierno, como si acabase de lavarlos la lluvia. A ambos lados del buque alzábanse las montañas que guardan la entrada de la bahía de Río Janeiro.

Llenaba con tanto celo su deber, que apenas, muy de tarde en tarde, escribía una carta, sobria y breve, a sus padres, ya habituados a aquel alejamiento, como padres de hijo marino que navega al otro lado del mundo. Su vida era reposada, monótona, sin emociones que le agitaran ni cavilaciones que le desvelasen; existencia plácida, quizá egoísta, de una tranquilidad análoga al silencio del campo.

Y todo esto sin contratos especiales, sin que cueste un solo céntimo más, sin que las Cámaras voten remuneraciones especiales al cuerpo de taquígrafos y sin ninguna de esas demostraciones ridículas para aquellos que están habituados a la vida europea.

Las introducciones de Caro a la Historia General... de Piedrahita, a las Poesías de Bello, etc., son simplemente obras maestras, en las que se encuentra, a la par de una riqueza y galanura de lenguaje a que estamos poco habituados en nuestra América, la vasta y sólida erudición de un filólogo que no ignora uno sólo de los progresos de esa ciencia nueva en el mundo moderno.

Nada más delicioso que el cambio de temperatura a medida que se asciende. Desde la línea tropical venimos respirando una atmósfera abrasadora que se ha hecho en La Guayra casi candescente. En la montaña, el aire puro refresca a cada instante y los pulmones, no habituados a esa sensación exquisita, respiran acelerados, con la misma alegría con que los pájaros baten las alas en la mañana.

Y exhibían ante la mirada atónita de los caseros, habituados á la vida sobria y humilde de la montaña, aquellas riquezas en fajos de papel mugriento. Los más acomodados del país se acercaban á ellos, aceptando sus apuestas con una sonrisa que parecía implorar perdón. La fiesta comenzó por la lucha de los aizkoralaris.

La absurda concepción de la libertad en los primeros tiempos originó la constitución de gobiernos débiles, sin medios legales para defenderse contra las explosiones de pueblos sin educación política, habituados a ver la autoridad bajo el prisma exclusivo del gendarme.

Aquellos hombres, que pasaban por bajo de él, tostados, enjutos, habituados á la lucha mortal con el mar cántabro, le hacían recordar á su padre, entrevisto en los primeros años de su vida y del que apenas quedaba en su memoria una sombra vaga. El doctor, separándose del muelle, pasó á la acera de la Sendeja.