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Actualizado: 13 de octubre de 2025
Pero, puesto que no estáis habituados a discutir seriamente, os diré en dos palabras de lo que se trata: queremos demostraros que no os asiste el derecho de raptar a nuestras mujeres; que sois, señores romanos, unos raptores, y que, pese a vuestros esfuerzos y a vuestros sofismas jurídicos, no lograréis nunca justificar vuestro innoble acto. ¡Hasta el Cielo se indignará escuchando nuestra requisitoria!
Y el marido, que instintivamente intentaba repelerla, acabó por abandonarse entre aquellos brazos, repitiendo sin darse cuenta las mismas palabras cariñosas de los tiempos felices. Ante sus ojos, habituados a la oscuridad, iba marcándose con todos sus detalles el rostro de su mujer. ¡Luis, Luis mío! decía ella sonriendo en medio de las lágrimas . ¿Cómo me encuentras?
Estaban habituados a aquella catástrofe casi anual, la inundación era un mal inevitable de su vida y lo acogían con resignación. Además, hablaban de los telegramas recibidos por el alcalde con expresión de esperanza. Al amanecer tendrían auxilio. Llegaría el gobernador de Valencia con los marineros de guerra y se llenaría de barcas la laguna. No quedaban más que unas cuantas horas de espera.
Inspirábanle respeto los imponentes criados, ceremoniosos e impasibles, como si estuvieran habituados a los hechos más extraordinarios y no pudiera asombrarles nada de su señora. Se avergonzaba de su traje y sus maneras, adivinando el rudo contraste entre aquel ambiente y su aspecto. Pero esta primera impresión de miedo y encogimiento se desvaneció poco a poco.
Otras veces se incorporaba lentamente, con gruñidos de vigilante hostilidad. Alguien pasaba por cerca de la alquería; una sombra, un hombre caminando de prisa, con la celeridad de los ibicencos, habituados a ir rápidamente de un lado a otro de la isla. Si la sombra hablaba, contestaban todos a su saludo.
Se volvió de nuevo hacia el Jurado, le contempló con una larga mirada, clara y franca, y quedó un instante pensativo, cabizbajo, levantadas ambas manos a la altura del pecho, los ojos entornados, las cejas fruncidas. Los jurados y el público le miraban con interés, esperando algo extraordinario; sólo los jueces, habituados a las maneras oratorias de aquel señor, permanecían indiferentes.
Los ojos, habituados a la suavidad de los tabiques blancos del piso inferior, a su penumbra ligeramente azul, que le daba el aspecto de un paseo conventual, parpadeaban por exceso de luz en esta cubierta de arriba, donde vastos espacios quedaban a cielo libre, caldeándose las tablas bajo el fulgor solar. Algunos toldos extendían sombras rectangulares y negruzcas sobre el suelo amarillento.
La sencillez de su trato, la dulzura de sus palabras, aquella sonrisa espontánea, reflejo de un carácter recto, transparente y sin dobleces, cautivaban á unos hombres habituados á la voz imperiosa de los contramaestres y á las respuestas altivas de los escribientes de la dirección. Vivía como un obrero en una casa del Desierto.
Los frailes miraban al mismo Colón como un allegado suyo, y además eran sacerdotes de vida popular, habituados al contacto con las poblaciones de la costa que hablaban frecuentemente de tierras nuevas. La ciencia fue la única que se opuso a los proyectos del descubridor, como tantas veces la hemos visto oponerse a toda innovación...
De esta pasta están amasados los soldados argentinos, y es fácil imaginarse los hábitos que de este género pueden dar en valor y sufrimiento para la guerra; añádase que desde la infancia están habituados a matar las reses, y que este acto de crueldad necesaria los familiariza con el derramamiento de sangre, y endurece su corazón contra los gemidos de las víctimas.
Palabra del Dia
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