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Huberto miró varias veces hacia atrás, como atraído por el fluido de las miradas de María Teresa; después, su silueta se desvaneció, lejana, entre el polvo del camino y los últimos reflejos de una aglomeración de nubes blancas. Cuando el joven hubo desaparecido, María Teresa cerró los ojos un instante. No lo veía ya, pero conservaba su imagen.

Apagáronse las luces que ardían en sus crestas y se desvaneció la esplendorosa ebullición de los tesoros submarinos. La mancha de plata iba adquiriendo los tristes reflejos del acero bruñido. Cuando Ricardo separó sus labios de los de la niña, lo primero que hizo fue pasear una mirada inquieta por los contornos de la peña. Estaban ya cercados por el agua.

Inspirábanle respeto los imponentes criados, ceremoniosos e impasibles, como si estuvieran habituados a los hechos más extraordinarios y no pudiera asombrarles nada de su señora. Se avergonzaba de su traje y sus maneras, adivinando el rudo contraste entre aquel ambiente y su aspecto. Pero esta primera impresión de miedo y encogimiento se desvaneció poco a poco.

Al terminar esta lectura se desvaneció nuevamente en la atmósfera cual vana visión. Cuando estuvieron otra vez en la calle, Ramiro preguntó: ¿Cómo llamáis a este hombre? Mosén Raimundo. ¿Y sabéis de qué suerte se hace invisible? Yo entiendo que mediante la piedra heliotropio, tratada de misteriosa manera.

A la aparición del Sultán se desvaneció como si fuesen de fugaces ondas aquel círculo de curiosos y cortesanos. Y el Sultán sin reparar siquiera en ellos se acercó a la desmayada esposa. Los suspiros del coronado amante lograron volver en a la Princesa, pero para causar más lástima y desesperación.

El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo. ¿Es el patrón muerto? preguntó ansiosamente. Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud de miedoso ataque. Sin moverse, míster Jones se desvaneció en el aire ondulante. Al oir los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada.

La primera señal de ruina que había aparecido en su rostro desvaneció como un sueño todos los juramentos; los siete años de amor se habían hundido en el abismo del tiempo sin dejar la más insignificante huella... Pero ella no tenía arrugas todavía; no era tan vieja; treinta y cinco años nada más.

Era nuestro héroe ya muy hombre y todavía al recordar estos abrazos experimentaba una dulzura inexplicable. Desgraciadamente, como sucede casi siempre, Petra se desvaneció con el poder; en vez de mantener su dominio en los límites discretos y convenientes, empujolo lentamente hasta los últimos extremos, convirtiéndolo en un despotismo escandaloso y repugnante.

Prorumpió en amargas quejas contra el hombre de estado; vertió lágrimas; se lamentó amargamente de que hubieran negado á su marido un cargo á que podia aspirar por su cuna, y de que le hacian acreedor sus heridas y servicios; y habló con tanta energía, se quejó con tal gracia, desvaneció con tal maña los reparos, con tal eloqüencia esforzó sus razones, que no salió del gabinete hasta haber conseguido la fortuna de su marido.

Don Rodrigo quiso sostenerse sobre sus pies, pero no pudo; le brotaba la sangre á borbotones de la herida, se desvaneció, vaciló un momento y cayó. Juan Montiño se arrojó sobre él, le desabrochó la ropilla y buscó con ansia en ella: en un bolsillo interior encontró una cartera que guardó cuidadosamente. Don Rodrigo no le opuso la menor resistencia. Estaba desmayado.