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Raimundo comprendió lo que pasaba por su espíritu, y dijo empujando la puerta de su despacho: Vea usted, vea usted si no es verdad lo que le digo.

D. Raimundo, pues, no pudo menos de obedecer. Complació a su padre, vino a Villalegre y se halló en Villalegre muy a gusto. Para que se vea la sinceridad de su contento y el placer y la satisfacción que en el lugar tenía, vamos a poner aquí una circunstanciada carta que, al mes de estar en Villalegre, escribió don Raimundo a su mejor amigo de Madrid. La carta decía como sigue.

Tentada estuvo de hablarle de Pepe Castro y de Raimundo y exponerle las emociones pueriles que agitaban su alma aquella mañana; pero un sentimiento de respeto la contuvo. La duquesa era tan excesivamente condescendiente que tocaba en los límites de la estupidez. Es probable que si la hubiera hecho confidente de sus adulterios la hubiera escuchado sin escandalizarse.

Entonces el cortesano D. Raimundo, merced a varios evidentes indicios, no tardó en convencerse de que la virtud de doña Marcela no era cosa del otro jueves, ni con autonomía, ni sin autonomía. Pocos días después, se volvió D. Raimundo a la corte, convencido ya de que los inocentes idilios no son más fáciles que en ella en los más rústicos y apartados lugares.

Concluida la votacion, en la que han dejado de dar sus votos, por haberse retirado antes de llegarles la vez, los Señores D. Cristoval de Aguirre, D. Antonio Ortiz Alcalde, D. Jacinto de Castro, D. Ambrosio Lezica, D. Saturnino Alvarez, D. Sebastian de Torres, D. José María Calderon, D. José Riera, D. Raimundo Real, D. José Nadal y Campo, D. Joaquin de la Iglesia, D. Juan Bautista Ituarte, D. Francisco Marzano, Dr.

Entró haciendo saludos de miope y se sentó sin ceremonia en la primera silla que encontró, colocando la chistera sobre sus rodillas, después de mirar y convencerse que no había sitio más apropiado. Ya está usted aquí, señor don Raimundo dijo Jacintito. Hoy estamos a 26 de mayo contestó el viejo secamente. Lo , lo ; ¡Dios nos libre de su buena memoria, de su reloj y de su almanaque!

La dama cruzaba como siempre con su pasito vivo y menudo, le saludaba cariñosamente primero, y desde la esquina volvía a hacerle el consabido adiós con la mano. Cada vez que salvaba la puerta, el corazón de Raimundo se encogía, se ponía de mal humor.

Cuando se acordaba de que existían prestamistas, es que iba a pedir lo que quizá en aquel momento no tenía... Sus pérdidas recientes en la Bolsa y su visita, sin resultado, porque no le encontró. Don Raimundo ataba estos cabos. Jacintito miró el reloj y dijo que se marchaba a la Bolsa. ¡Aquel era el gran día!

Teníale envuelto en una atmósfera de protección, de tibios y amorosos cuidados que le sería casi imposible hallar al lado de una esposa por tierna que fuese. Sólo las madres poseen esa abnegación absoluta, infatigable, sin esperanza ni deseo siquiera de reciprocidad. Todo lo que la vida material exige, lo tenía satisfecho Raimundo con un refinamiento que pocos hombres disfrutarían.

Raimundo la había rogado, y luego, prevalido del inmenso ascendiente que sobre ella tenía, la había prohibido que se ocupara en ningún menester. Pero ella, burlando su vigilancia, arrastrada de esa inclinación invencible que sienten las mujeres hacendosas hacia el trabajo, no abandonaba sus tareas.