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Actualizado: 26 de mayo de 2025
Por más esfuerzos que hacía para mantener el equilibrio, no podía menos de confesarse que amaba mucho más a Raimundo. Su inmenso cariño se traducía en constantes caricias, en nimios cuidados que enervaban y enmollecían el temperamento del niño. Le criaba, en suma, con demasiado mimo.
Tomaron un cuarto tercero en la calle de Serrano, muy lindo y alegre, trasladaron a él sus muebles, y después de instalados empezó a deslizarse su vida, triste sí por el recuerdo siempre presente de su madre, pero apacible y serena. Raimundo fijó su atención y cuidados en Aurelia.
Son maniobras de los bajistas, pero ya ve usted que pierden su tiempo: el oro no ha hecho mayor caso y continúa su ascensión. Razón tenía yo en ponerlo en duda, porque conozco al ministro como a mis manos; pero, ¿qué me dice usted de la quiebra de Esteven? ¿Es creíble? ¿Es verosímil? Don Raimundo guardó un rato la respuesta.
Estaba, sin embargo, tan demacrada, que los que la veían a intervalos largos quedaban sorprendidos. Lejos de perder con esto la belleza, parece que se había aumentado. Su tez era más fina y transparente; los ojos más brillantes. Una mañana dijo que no tenía deseos de levantarse. Raimundo se sentó al lado del lecho y se puso a leerla una novela. Al cabo de un rato le dijo: Estoy mal a gusto.
Con una sola de las cosas que habéis dicho, señor Velasco contestó Ramiro con sorna, cualquier hombre se hiciera rey del mundo. ¡Rey del mundo, rey del mundo... Raimundo! musitó pensativamente su interlocutor.
Traslucíase un poco de despecho debajo de estas palabras. La presencia de Aurelia hacía más falsa aún su situación. No importa repuso Raimundo . Yo veo claro el parecido, y basta. La puerta estaba ya abierta.
Pero, llevado en volandas por el rebullir continuo de la muchedumbre, fué a dar sobre el levitón de don Raimundo, en éxtasis ante la pirámide de billetes de la sala contigua. Usted dispense tartamudeó el muchacho aterrado.
Mas, aunque todos los días se proponía dar un corte a aquella aventura no saliendo más a pie, o cruzando por delante de la casa de Raimundo sin levantar la mirada o, a todo más, dirigiéndole un saludo frío, es lo cierto que no tenía fuerza de voluntad para llevar a cabo su propósito. Ni siquiera para dejar de enviar el consabido adiós desde la esquina. Una cosa la preocupaba sobremanera.
Don Raimundo, pues, la metía hasta el codo sin miramientos, y procuraba acercarse del lado que más calentaba el sol, tras del servicio por proveer, tierras que liquidar o concesión que acordar. Así tenía, a más del producto de sus préstamos usurarios, la renta fabulosa que sacaba sin repugnancia del estercolero de los negocios sucios.
La mayoría de los hombres, no obstante, había limitado el disfraz a la talma veneciana. La orquesta había tocado ya dos o tres valses y rigodones; pero nadie bailaba. Se esperaba la llegada de las personas reales para dar comienzo. Raimundo se deslizaba por todos los salones con cierta seguridad de favorito.
Palabra del Dia
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