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Actualizado: 26 de junio de 2025


No tenía bastante penetración y delicadeza para comprender que el amor en Raimundo era, como en todos los seres verdaderamente sensibles, adoración extática más que deseo, esclavitud voluntaria, un enajenamiento de su propia vida para mejor vivir en la soberana de su corazón. Hay que hacerse cargo, además, de que hasta entonces no había experimentado jamás tal sentimiento.

Aunque no usaba contrariar la marcha adoptada por su hermano, era fácil de adivinar que la condenaba en el fuero interno, que se hallaba fuera de su centro en el hotel de Osorio. Se había hecho reflexiva y taciturna. Su mirada, cuando la posaba en Raimundo, era profunda y melancólica, como si temiese una catástrofe. Clementina la agasajaba cuanto podía; pero no lograba entrar en su corazón.

Dos lágrimas temblaron al fin en sus ojos y rodaron silenciosamente por sus mejillas marchitas. #Baile en el palacio de Requena.# Transcurrieron los días y los meses. Clementina pasó el verano, como siempre, en Biarritz. Raimundo la siguió, dejando a su hermana confiada a unos parientes, y regresó cuando aquélla a últimos de Septiembre.

D. Pedro no era mas que príncipe de Cataluña cuando trató y concluyó su casamiento S. Raimundo de Peñafort, á disgusto del Rey D. Jaime su padre, y del Papa Urbano 4.º, que desamaba, como dice Argensola, al Rey Manfredo, y le privó de sus reinos.

Desde el primer día, Clementina le había tuteado a solas, acostumbrada a aquellas transiciones y conciertos secretos de mujer galante, que ahora favorecía la diferencia de edad. Raimundo no podía acostumbrarse a darla el . Hacía esfuerzos por conseguirlo; pero a lo mejor volvía al usted y seguía la plática tratándola de este modo, hasta que la dama se irritaba y le reprendía ásperamente.

El pobre Raimundo estaba tan perdido que aceptaba como buenas estas razones o aparentaba aceptarlas. En medio de aquella abyección vivía feliz forjándose la ilusión de que su ídolo le prefería, le amaba en el fondo del alma; que sólo mantenía relaciones con el ministro por el interés del pleito.

Allí vaciló un poco, porque seguía profesando a aquella habitación el mismo respeto que cuando niño. Raimundo dijo, viendo a un criado pasar, entra en el cuarto de papá y pregúntale si puede recibir al señorito Miguel, que desea hablarle. El criado tardó un rato en salir con la respuesta afirmativa. Miguel entró solo.

De la calle de Santa Fe a la de Entre Ríos, de ésta a la de Suipacha, donde vivía don Raimundo, de aquí otra vez a la de Santa Fe, y por último, ya encendidos los faroles, a su casa, cuerpo y espíritu abatidos por la fatiga y el poco éxito, pues no encontró lo que buscaba, ni logró ver a nadie: en la puerta, tropezó con don Pablo Aquiles, que llegaba. Miráronse. ¿Nada? preguntó don Pablo.

Ella también se sintió dominada por la tristeza de la situación, a la cual ayudaba la del paisaje, y tuvo la delicadeza de no desplegar los labios. De vez en cuando volvía la cabeza para cerciorarse de si podían ser vistos desde la carretera. Cuando se convenció de que estaban bastante lejos se detuvo. ¿Para qué andar más?... ¿No te parece buen sitio? Raimundo se detuvo también y no respondió.

La portera, al ver una señora tan elegante, se mostró locuaz y complaciente; pero Clementina la atajó en seguida. ¿Cómo se llama el señorito? D. Raimundo Alcázar. Mil gracias. Y se alejó inmediatamente. Salió a la calle y dió unos cuantos pasos.

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