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Una silueta de aquel buen tiempo de las melenas románticas, en que los poetas constituían la verdadera y lógica aristocracia; aquel buen tiempo en que había duelos pintorescos junto a las tapias de los camposantos por la belleza de un soneto, en que el romanticismo era como un vino generoso y locuaz que hacía soñar a todas las cabezas aun en un ambiente tan antiestético como el de la política.

El espada, sintiéndose locuaz, hablaba de graciosos incidentes de la vida toreril, acabando por contar las originales propagandas del Nacional y las hazañas de su picador Potaje, un bárbaro que se tragaba enteros los huevos duros, tenía media oreja de menos, por habérsela arrancado un compadre de un mordisco, y al ser conducido contuso a las enfermerías de las plazas caía en la cama con tal peso de hierros y músculos, que atravesaba los colchones con sus enormes espuelas y luego había que desclavarlo como si fuese un Cristo.

Acostumbraba a llamar las cosas por su nombre y a dirigirse a las personas sin fórmulas de cortesía, diciéndoles en la cara cosas que pudieran pasar por groserías: no lo eran porque sabía darles un tinte entre rudo y afectuoso que les quitaba el aguijón. No era muy locuaz. Generalmente se mantenía silencioso mordiendo su cigarro y examinando al interlocutor con sus ojos oblicuos, impenetrables.

Concluída la requisa, entraba tranquilamente en el sagrado recinto, y como era así tan locuaz y francote, tenía su círculo que le festejaba; mas, ocurría a veces con él lo que con aquella gata doncella de la fábula, que, en viendo un ratón, le corría detrás, olvidando su nuevo papel y su alto rango: alguien pasaba junto al grupo, en que don Raimundo peroraba con su grandilocuencia de costumbre, veíale el orador y allí mismo se dejaba su discurso y su público, para correr en pos del otro y echarle el guante sin más trámite.

La portera, al ver una señora tan elegante, se mostró locuaz y complaciente; pero Clementina la atajó en seguida. ¿Cómo se llama el señorito? D. Raimundo Alcázar. Mil gracias. Y se alejó inmediatamente. Salió a la calle y dió unos cuantos pasos.

El Arcipreste estaba muy locuaz aquella tarde. La visita de Obdulia a la catedral había despertado sus instintos anafrodíticos, su pasión desinteresada por la mujer, diríase mejor, por la señora. Aquel olor a Obdulia, que ya nadie notaba, sentíalo aún don Cayetano. El Magistral contestaba con sonrisas insignificantes. Pero no se marchaba. Algo tenía que decir al Arcipreste.

Por espacio de tres ó cuatro días sólo con D. Prisco cambió algunas palabras. Pero su temperamento vivo y locuaz no tardó en levantar la cabeza. Comenzó á departir con la gente y á mezclarse entre los grupos de aldeanos buscando conversación. Algunos días montaba á caballo y se iba á la Pola y allí visitaba á los amigos y conversaba con ellos largamente.

Calderón estaba inquieto, violento, lo mismo que si se los echase en la cara. A la tercera vez, no pudiendo contenerse, fué él mismo a buscar la escupidera para ponérsela al lado. Salabert le dirigió una mirada burlona y le hizo un guiño a Pepa. Ya tranquilo Calderón se mostró locuaz y pretendió sustituirse al duque dando consejos a Pepa sobre los fondos.

El Cura, que parecía tener esa condición de los pájaros del monte, a medida que se elevaba y veía surgir la luz por encima de las barreras tenebrosas del horizonte, se volvía más locuaz y empezaba a soltar poco a poco las ocultas armonías de sus cánticos; no muchos, pero agradables, y, sobre todo, al caso.

Una vez en la calle, Utrilla se mostró mucho menos locuaz. Miguel se vio precisado, para sostener la conversación, a hacerle preguntas a las cuales contestaba cada vez con más concisión. Al poco rato se detuvo repentinamente y manifestó que no se sentía nada bien. Decir esto y arrimarse a un portal y echar los hígados por la boca, fue todo uno.