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Al piso principal se asciende por una escalera oscura. La escalera tiene una barandilla de hierros sencillos; el pasamanos es de madera; en los ángulos lucen grandes bolas pulimentadas. La primera puerta del piso principal da paso a dos claras habitaciones: una es un cuarto de estudio, la otra sirve de alcoba. El estudio tiene el techo alto y las paredes limpias.

Al otro extremo, frente a una alta vidriera que daba al jardín, y al lado de una chimenea de mármol negro, había una gran mesa del siglo XVII, de nogal, cuadrada, con ancha talla y hierros escarolados, y cómodas butacas y mullidas poltronas, algún tanto desteñidas y un mucho destrozadas, dispuestas en torno: allí recibía Butrón a los profanos a que les era lícito traspasar el dintel de su despacho privado.

Así, familiarmente, ni más ni menos que si fuese pariente suyo, llamaban marido y mujer a un niño Jesús que tenían en el gabinete, colocado sobre una antigua mesa de hierros y patas torneadas, con un monumental florero de trapo a cada lado, y una lamparilla delante.

La fraulein, de un rubio pajizo, regordeta, blanca y apretada de carnes, sonreía con ingenuidad, manteniéndose a distancia de la reja, a través de cuyos hierros manoteaban las fieras. Pero no por esto se decidía a huir, prefiriendo a los paseos superiores, abiertos al aire y la luz, la permanencia en este pasillo medio obscuro, donde recibía el homenaje tembloroso y exacerbado del deseo viril.

Y los dos novios, puestos ya en la pendiente del apasionamiento, arrullábanse con la música de sus palabras, con la exuberancia verbosa propia de la tierra. Rafael, agarrado a los hierros, temblaba emocionado al hablar a María de la Luz, como si sus palabras no fuesen suyas y le turbasen con dulce embriaguez.

En seguida, aludiendo a las pretensiones amorosas del mancebo, acabó por decir, con la mano en alto y la voz estremecida y solemne: ¡Antes morir, hija mía, antes morir que mancillar nuestra clarísima sangre con sangre de moros! Afuera, en la ciudad, torvo sosiego de siesta castellana. La luz del mediodía arde rabiosa en los pétreos paredones, caldea los hierros, requema el musgo de los tejados.

Cuando hayamos cambiado de disposición le largaremos una andanada. ¡Que Dios me ayude!... el levante cede... ¡Ah! ¡por la Virgen! ¡será una hermosa fiesta para el pueblo de Cádiz verte entrar con hierros en las manos y en los pies, con tu tripulación de demonios, perro maldito! decía el honrado Massareo mostrando el puño a la tartana desamparada, silenciosa y sombría, que se balanceaba al movimiento de las olas.

Pero lo más raro es que, arrastrado por su imaginación potente, la cual es como un Hércules atado con cadenas dentro de un calabozo y que forcejea por romper hierros y muros.... Muy bien, muy bien dicho. Su imaginación, digo, no puede contenerse en la oscuridad de sus sentidos, y viene a este nuestro mundo de luz y quiere suplir con sus atrevidas creaciones la falta de sentido de la vista.

En la atmósfera flotaban los últimos resplandores del sol ya puesto, y la árida campiña aparecía envuelta en una claridad medrosa, mientras al lado opuesto se iba extendiendo una ancha faja oscura, que se dilataba lentamente por el cielo. El traje de Paz formaba una mancha clara cortada por los hierros de la verja: Pateta se comía con los ojos a la señorita, sin adivinar lo que querría decirle.

Lo que vive, sobre todo, en el poema, es la Provenza, la Provenza del mar, la Provenza de la montaña, con su historia, sus costumbres, sus tradiciones, sus paisajes, todo un pueblo candoroso y libre que ha encontrado su gran poeta antes de perecer... Y ahora, ¡tracen caminos de hierros, planten postes telegráficos, expulsen la lengua provenzal de las escuelas!