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Los ayudantes de la limpieza, agarrados a los hierros, presenciaban la corrida, rebullendo y peleándose como monos en jaula para ocupar la primera fila. El viejo los distribuía hábilmente durante la semana al proceder a la limpieza de la plaza.

Arriba no eran posibles las desavenencias y batallas de los muchachos por falta de disfraces. No tenían mas que hundir sus manos en cualquiera de los arcones que latían con sordo crepitamiento de carcoma, y cuyos hierros, calados como encajes, se desclavaban de la madera.

Gracias, caballero dijo Leonora saludando con una mano que al moverse lanzó relámpagos azules y rojos de todos los dedos cubiertos de sortijas. Repito lo mismo que dije a nuestro amigo. Pase usted adelante y perdone el modo extraño con que le hago entrar en la casa. Rafael estaba en pie y saludaba con torpes movimientos de cabeza, agarrado a los hierros del balcón.

Al regreso de su primera correría como matador de cartel pasó las noches del invierno junto a la reja de Carmen, envuelto en su capa de corta esclavina y graciosa ampulosidad, de un paño verdoso, con pámpanos y arabescos bordados en seda negra. Me han dicho que bebes mucho suspiraba Carmen pegando su cara a los hierros. ¡Pamplina!... Orsequios de los amigos que hay que degolver, y na más.

El mérito en la templanza y ventura por el sueño. El niño diablo. El labrador del Tormes. La ciudad sin Dios. La competencia en los nobles. Engañar á quien engaña. El engaño en la verdad. Los hierros por amor. El hijo de los leones. Las burlas veras. Dos agravios y una ofensa. La horca para su dueño. Guerras de amor y de honor: primera parte. El gran cardenal de España.

Pero de no ser así, hay que conservarla entre hierros, acosarla, acabar con su fuerza, romperla las uñas, arrancarla los dientes, y cuando la vejez y la debilidad hayan convertido la pantera en un perro manso y débil, entonces, ¡puerta abierta! ¡libertad completa! Y si los instintos del pasado renacen en ella, bastará un puntapié para volverla al orden.

El gesto de María de la Luz y la amenaza de cerrar la reja, hicieron que Rafael se mostrase menos vehemente, separando su cuerpo de los hierros. Güeno, como quieras, mal corazón. no sabes lo que es el querer y por eso pareces tan fría, tan tranquila, como si estuvieses en misa. ¿Que yo no te quiero?... ¡Chiquiyo! exclamó la muchacha.

Por entre los hierros de las cancelas que había en las mejores casas se veían los floridos patios, en algunos de los cuales los naranjos y las acacias prestaban grata sombra. Las plantas enredaderas trepaban por las paredes y formaban tupido cortinaje en las ventanas del primer piso.

Una de las veces que por allí crucé me sentí tan tiernamente apasionado y aun agradecido, que me acerqué a la reja, y después de convencerme de que nadie me observaba, besé los hierros donde mi saladísimo dueño había puesto tantas veces sus manos. Retireme contento a casa. Aquel feliz estado de espíritu me hizo de nuevo ver las cosas de color de rosa.

Tenía el aspecto severo de esos antiguos caserones de piedra del país vasco: el color negro, el tejado muy saliente, una fila de balcones muy espaciados, con los hierros llenos de florones y adornos; encima unas pequeñas ventanas, y un escudo grande en el chaflán. La casa se hallaba incrustada entre casuchas negras, en la parte más baja de Lúzaro, rodeada de callejuelas tortuosas y húmedas.