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Formaban el jardín tres o cuatro mezquinos recuadros de flores vulgares, las enredaderas enroscadas a la verja, y varias acacias, cuyas fornidas ramas ocultando casi por completo los balcones, oponían a la curiosidad una cortina impenetrable. Las persianas estaban continuamente caídas y las vidrieras se abrían rara vez, sin que nunca sonase dentro cantar de criada ni piano de señora.

Podían seguir por el paseo de las Acacias, dar la vuelta a Madrid por las rondas, sin molestar a nadie. Estas eran las órdenes que había recibido. Nada de entrar en la población, de atravesar el centro, buscando la calle de Alcalá. El estaba allí, en el paseo de los Ocho Hilos, para cerrarles el paso y que no ganasen la puerta de Toledo.

Aquí, matas enteras de la púrpura mas viva ó del dorado de mayor pureza, allí, los acacias cuyo olor es idéntico al de la bainilla, acullá, enfin, la pudorosa sensitiva con sus leves penachos color de rosa, lisongean agradablemente á la vista y sonrien á la imaginacion. Fisonomía animal.

El Magistral dejó atrás el zaguán, grande, frío y desnudo, no muy limpio; cruzó un patio cuadrado, con algunas acacias raquíticas y parterres de flores mustias; subió una escalera cuyo primer tramo era de piedra y los demás de castaño casi podrido; y después de un corredor cerrado con mampostería y ventanas estrechas, encontró una antesala donde los familiares del Obispo jugaban al tute.

Y por todas partes flores, arbustos tiernos; en las estaciones acacias gigantescas que extienden sus ramas sobre la vía; los hombres con zaragüelles y pañuelo liado a la cabeza, resabio morisco; las mujeres frescas y graciosas, vestidas de indiana y peinadas con rosquillas de pelo sobre las sienes. «¿Y cuál es preguntó Jacinta deseosa de instruirse el árbol de las chufas?».

La fuerza del sol iba en aumento; las sombras de las acacias dibujaban ya enérgicamente en el suelo contornos muy negros, y por los jardinillos no pasaba sino algún transeúnte aguijoneado por la esperanza del almuerzo, o algún señor viejo arrastrando penosamente los pies sobre la arena.

¡Da! me dijo, señalándome una casita oculta bajo las acacias, y que me pareció muy silenciosa y retirada para ser una Embajada. En un ángulo de la pared brillaban junto a una puerta tres botones de cobre superpuestos. Tiro de uno al azar, ábrese la puerta y entro en un vestíbulo elegante y cómodo, con flores y alfombras por doquier.

Vamos a donde quieras, hombre. ¡Si parece que estás loco!». Bajaron a la Ronda, y el marroquí, conocedor de aquel terreno, guió hacia la fábrica del gas, dejándose llevar por su amiga cogido del brazo. Por angostas veredas pasaron al paseo de las Acacias, sin que la buena mujer pudiera obtener explicaciones claras de los motivos de aquella extraña desazón.

El saloncito de doña Luz tenía todo el confort, toda la elegancia de un saloncito de una dama madrileña de las más comm'il faut, a par de ciertas singularidades poéticas del campo y de la aldea. Dos ventanas daban al huerto, donde se veían acacias, álamos negros, flores, árboles frutales, también en flor entonces, y brillante verdura.

Susurraban las acacias, llenaba el aire el misterioso silabeo de las conversaciones de última hora, y el amoroso gemido del mar, besando el parapeto, completaba la sinfonía. Ni se escapó el detalle del papel al ojo avizor de la viuda ni a la vigilante atención de doña Dolores, quien puso torcido y avinagrado gesto, levantándose al punto y anunciando que era hora de retirarse.