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En todas las esquinas había grupos de infantería marroquí recién desembarcada ó convaleciente de sus heridas, soldados jóvenes con gorros rojos y largos capotes de amarillo mostaza. Los zuavos de Argel conversaban con ellos en un español salpicado de árabe y de francés.

Los heridos soñolientos sacaban sus cabezas sobre los embozos, pugnando por moverse; las bocas negruzcas se animaban con una sonrisa pálida; las miradas ardorosas seguían con avidez el cuerpo de la danzarina, que iba trazando en los muros una procesión de siluetas. El marroquí se había incorporado, como un chacal que desea saltar y tiene las patas rotas.

Entraba en casa, y encerrado en la biblioteca, donde el pensamiento de la humanidad reposaba olvidado y encuadernado en marroquí, cogía una pluma de pato y permanecía horas enteras escribiendo sobre papel de oficio del Estado estas frases hechas de otro tiempo: «Ilmo. y Excmo. Sr.: Tengo la honra de participar a V.E... Tengo el honor de poner en conocimiento de V.I.»

Cuando llegaron, jadeantes y doloridos, a un sitio resguardado de la terrible lluvia de piedras, la herida del marroquí chorreaba sangre, tiñendo de rojo su faz amarilla. Lo extraño era que el descalabrado callaba, y la que había salido ilesa ponía el grito en el cielo, pidiendo rayos y centellas que confundieran a la infame cuadrilla.

Sin dar tregua a su intensa aflicción, cortando las palabras con los hondos suspiros y el continuo sollozar, torpe de lengua hasta lo sumo, declaró Almudena lo que sentía, y en verdad que si pudo entender Benina lenguaje tan extraño, no fue por el valor y sentido de los conceptos, sino por la fuerza de la verdad que el marroquí ponía en sus extrañísimas modulaciones, aullidos, desesperados gritos, y sofocados murmullos.

Lo mismo fue salir la caporala, que correrse la Burlada hacia el otro grupo, como un envoltorio que se echara a rodar por el pasadizo, y sentándose entre la mujer que pedía con dos niñas, llamada Demetria, y el ciego marroquí, dio suelta a la lengua, más cortante y afilada que las diez uñas lagartijeras de sus dedos negros y rapantes. «¿Pero qué, no creéis lo que vos dije?

Un poco de superstición, un mucho de ansia de fenómenos estupendos y nunca vistos, y otro tanto de curiosidad, la impulsaron a pedir al marroquí explicaciones concretas de su ciencia o arte de magia, pues esto había de ser seguramente. Díjole el ciego que todo consistía en saber el arte y modo de pedir lo que se quisiera a un ser llamado Samdai. «¿Y quién es ese caballero? El Rey de baixo terra.

«Yo no juego replicó Benina : no tengo cuartos. Yo dijo el marroquí : dar vos una pieseta. Y la señora, ¿por qué no juega? Mañana sale. Seremos ricas, ricachonas en efetivo dijo la Diega . Yo, si me la saco, San Antonio me oiga, volveré a establecerme en la calle de la Sierpe. Allí te conocí, Almudena. ¿Te acuerdas? No mi cuerda, no... Vos conocisteis en Mediodía Chica, por la casa de atrás.

La plaza, con sus puestos de venta al aire libre, sus toldos viejos, temblones al menor soplo del viento, y bañados por el rojo sol con una transparencia acaramelada, sus vendedores vociferantes, su cielo azul sin nube alguna, su exceso de luz que lo doraba todo a fuego, desde los muros de la Lonja a los cestones de caña de las verduleras, y su vaho de hortalizas pisoteadas y frutas maduras prematuramente por una temperatura siempre cálida, hacía recordar las ferias africanas, un mercado marroquí con su multitud inquieta, sus ensordecedores gritos y el nervioso oleaje de los compradores.

El marroquí no se movía, la cara vuelta hacia el sol, como un pedazo de carne que se quisiera tostar. Tirole la anciana una, dos, tres piedrecillas, hasta que consiguió acertarle. Almudena se movió con estremecimiento; y poniéndose de rodillas, exclamó: «B'nina, B'nina.