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Vamos a donde quieras, hombre. ¡Si parece que estás loco!». Bajaron a la Ronda, y el marroquí, conocedor de aquel terreno, guió hacia la fábrica del gas, dejándose llevar por su amiga cogido del brazo. Por angostas veredas pasaron al paseo de las Acacias, sin que la buena mujer pudiera obtener explicaciones claras de los motivos de aquella extraña desazón.

Solos en una mesa Benina y el marroquí, charlaron de sus cosas: el ciego le contó las barrabasadas de su compañera de vivienda, y ella su entrevista con D. Carlos, y el ridículo obsequio del libro de cuentas y de los dos duros mensuales.

El clérigo que al marroquí protegía era un joven muy listo, algo arabista y hebraizante, que solía echar algún párrafo con él, no tanto por caridad como por estudio. Una mañana observó Benina que el curita joven salía de la Rectoral acompañado de otro sacerdote, alto, bien parecido, y hablaron los dos mirando al ciego moro.

»Nosotros fingimos no ver lo que hace. ¿De qué sirven los reglamentos ante la muerte?... Lo que importa es que proporcione un poco de alegría al que se va. Cada uno hace el bien como puede. Anoche la sorprendí empleando su método en la sala de los desesperados. Tenemos un tirador marroquí con las piernas y el vientre deshechos. Va á morir de un momento á otro; tal vez ha terminado á estas horas.

Prescindiendo de los grandes almacenes de depósito, nada mas curioso que las tiendas de Gibraltar, repletas de las telas, los artefactos y objetos mas heterogéneos, procedentes de muy diversos paises. Lo que mas llama la atencion es el conjunto de artículos de la industria marroquí, tan graciosos y originales como pintorescos.

Y con ese nombre histórico, presumiendo de noble y española, se inscribía en los programas de los circos y teatros donde se la contrataba como «domadora de vampiros». Hay que reconocer que los vampiros eran más verdaderos que su nombre. Habíalos comprado en Argelia a un cazador marroquí, y se exhibía en público con ellos, en una gran jaula de fieras, pretendiendo haberlos domesticado y educado...

¡Mam'rracho él! ¡Y tan mamarracho! Ni hay comparanza entre él y ... En fin, chico: tengo mucha prisa. Adiós. Hasta mañana». Aprovechando un momento en que el marroquí se quedaba como lelo, apretó a correr, dejándole arrimadito a la pared, junto a la tienda llamada del Botijo. Era la única forma posible de separación, dada la tenaz adherencia del pobre ciego.

Por las tardes, la respetable asamblea discutía sus aficiones: caballos, mujeres y perros de caza. La conversación no tenía otros temas. Escasos periódicos en las mesas, y en lo más oscuro de la secretaría un armario con libros de lomos dorados y chillones cuyas vidrieras no se abrían nunca. Salvatierra llamaba a esta sociedad de ricos el «Ateneo Marroquí».

¿Cómo quiere usted que tome chocolate un hombre a quien le acaban de descerrajar un soneto a quema ropa? ¿Mariscal? El mismo. En el comedor y a traición. Mariscal era un joven poeta, empleado en el Ministerio de Ultramar, que hacía sonetos a la Virgen y odas a las duquesas. Pero ya me he vengado como un marroquí siguió.

Con todo su ingenio y travesura no pudo la anciana convencer al marroquí de la oportunidad de volverse al Madrid alto. «Y no le dijo echando mano de todos los argumentos , no cómo vas a arreglarte para vivir en este monte de tus penitencias.