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Llevaba muchos años recibiendo golpes de los enemigos, y deseaba, á su vez, darse el gusto de devolverlos. Sus antiguos amigos lo encontraban en las calles de la ciudad con zapatos ¡un tormento! , levitilla azul de botones dorados, y un casco inglés, blanco. La espada ya no la llevaba bajo el brazo ni oculta en el pantalón.

Con este avío, pues, y una cara y unas barbas que no probaban agua ni tenían noticias del peine hacía un siglo, se presentó Agapo en el saloncito de música. Tan facha estaba, que, en medio de las sedas y los dorados, parecía una mala copia del Menipo de Velásquez, sin la capa, dentro de un marco de precio.

Y sus ojos dorados se apartaban de Robledo para mirar con cierta conmiseración á su esposo, como si viese en él una imagen de todas las flojedades de la vida muelle y extremadamente civilizada, que aborrecía en aquellos momentos. Además, así es como se gana una gran fortuna.

Al anochecer, cuando los dorados rayos del sol desaparecen de sobre la tierra y vuelven bastante siniestro el aspecto del mar unas nubes cobrizas que recorren el espacio, aquellos hombres abandonan de nuevo la playa internándose mar adentro. ¿Tendremos mal tiempo? les pregunta el forastero. «Señor, hay que vivir.» Y parten acompañados de sus hijos.

Y Gallardo respiró al decir esto, como si se librase del peso de un gran miedo. Entraron en la casa de doña Sol. El patio era de estilo árabe, recordando sus arcadas multicolores de fina labor los arcos de herradura de la Alhambra. El chorro de la fuente, en cuyo tazón coleaban peces dorados, cantaba con dulce monotonía en el silencio vespertino.

Entre risas ahogadas y cuchicheos, oía el canto monótono de la sartén en la que se freían montones de pasteles dorados, que espolvoreados con azúcar rubia, llevados de a seis u ocho máximum que podía contener el único plato de loza que había en la casa con destino al depósito general, que estaba en la pieza de paja, bajo la custodia de una vieja vigilante, tía respetada de algunos muchachos greñudos y carasucias, que de vez en cuando se asomaban por ahí, espiando el momento de dar un malón con suerte.

Doña Elvira su madre con recelo Procura por su hija; pero viendo Que no parece, grita hácia el cielo, Sus dorados cabellos descogiendo. Sotelo revolvió con grande duelo, Y entre los Chiriguanas se metiendo, Sacaba á la doncella, aunque llovian Las flechas ya sobre él que le cubrian.

Era obra del arquitecto de la Opera de París, una construcción recargada, chillona y pueril, toda ella de un tono de manteca tierna, con techos policromos, torrecillas cargadas de balconajes, hornacinas con estatuas innominadas, y muchos frisos de azulejos, muchos mosaicos dorados. En los ángulos había escudetes de cerámica verde imitando á cabujones de esmeralda.

Los sueños más dorados fueron a sentarse a su cabecera. Soñó que era a la vez rico y honrado y que la Academia francesa le concedía un premio a la virtud de cincuenta mil francos de renta. El lunes por la tarde recibió una carta, levantó su destierro y se presentó el martes por la mañana en casa de la señora Chermidy.

Como si se recreara en su propia infamia aquella criatura perdida y llena de desesperación, había bordado la divisa fatídica en paño de color escarlata, con hilos dorados, y con todo el arte de que es capaz la aguja; de tal modo, que aquella A mayúscula podría haberse tomado por la inicial de la voz Admirable ó de otra por el estilo, excepto la de Adúltera, que realmente significaba."