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Actualizado: 8 de junio de 2025


Al retirarse juntos el ciego marroquí y Benina, lamentándose de su mala sombra, fueron a parar, como la otra vez, a la plaza del Progreso, y se sentaron al pie de la estatua para deliberar acerca de las dificultades y ahogos de aquel día.

Salieron ambos, como se ha dicho, uno tras otro, con diferencia de algunos minutos; pero como la anciana se detuvo un ratito en la verja, hablando con Pulido, el ciego marroquí se le juntó, y ambos emprendieron juntos el camino por las calles de San Sebastián y Atocha. «Me detuve a charlar con Pulido por esperarte, amigo Almudena. Tengo que hablar contigo».

Rechazó la anciana esta generosidad, porque también él necesitaba vivir y alimentarse, a lo que repuso el marroquí que con un café con pan migao, en la Cruz del Rastro, tenía bastante para tirar hasta la noche.

Benina no le quitaba los ojos, atenta a sus movimientos, pues no las tenía todas consigo, viéndose sola con el enojado marroquí en lugar tan solitario. «A ver... amos... a ver por qué soy tan mala y tan engañadora. ¿Por qué? Poique ti n'gañar .

El rudo marinero del Finisterre, el campesino de los departamentos centrales, el obrero burlón de la ciudad, el marroquí sombrío, el negro pueril, veían abrirse ante su pensamiento bellezas desconocidas, paisajes no sospechados. La señorita blanca era la poesía, la delicada sensualidad de vivir que llegaba hasta ellos.

Pero a todas estas razones oponía el marroquí, otras fortalecidas en el fuero y leyes de amor, que a todo se sobreponen. «Si quierer , amri, casar tigo».

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No había acabado el marroquí su oriental leyenda, cuando Benina vio entrar en el café a una mujer vestida de negro. «Ahí tienes a esa fandangona, tu compañera de casa. ¿Pedra? Maldita ella. Sacudir ella yo esta mañana. Venir, siguro, con la Diega... , con una viejecica, muy chica y muy flaca, que debe de ser más borracha que los mosquitos. Las dos se van al mostrador, y piden dos tintas.

Fue Benina hacia donde se le indicaba, despachados brevemente sus asuntos en la calle de la Ruda; y después de dar vueltas por la Fuentecilla, y subir y bajar repetidas veces la calle del Peñón, vio al marroquí, que salía de casa de un herrero. Llegose a él, le cogió por el brazo y...

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