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Almudena ponía toda su alma en su voz, y con la lengua hablaban todos los pliegues movibles de su cara, y hasta los pelos de su barba negra. Todo era signos, jeroglífico descifrable, oriental escritura que los oyentes entendían sin saber por qué.

Almudena conciliaba los intereses de una y otra parte, y por fin quedó cerrado el trato en cuarenta céntimos, con lápiz y todo.

¡Un durro! exclamó Almudena, expresando con la súbita gravedad del rostro y la energía del acento el espanto que le causaba la magnitud de la cantidad. , hijo, ... un duro, y no puedo ir a casa si antes no lo consigo. Es preciso que yo tenga ese duro: discurre , pues hay que sacarlo de debajo de las piedras, buscarlo como quiera que sea.

Lloraba con amargo desconsuelo, y las lágrimas calmaron sin duda, su loca furia. Acercose Benina un poquito, y vio su rostro inundado de llanto que le humedecía la barba. Sus ojos eran fuentes por donde su alma se descargaba del raudal de una pena infinita. Pausa larga. Almudena, con voz quejumbrosa de chiquillo castigado, llamó cariñosamente a su amiga. «Nina... amri... ¿Estar aquí ti?

Con tal sistema, y trabajando tres veces por día, lograba reunir algunos cuartos; mas no todo lo necesario para sus atenciones, que no eran pocas, porque Almudena se había puesto mal, y seguía en la caseta de las Pulgas. Nada cobraba el guarda-agujas por hospedaje del infeliz moro; pero había que llevar a este la comida.

Vamos a cuentas, cielo y tierra: ¿perdería algo el estanque del Retiro porque se sacara de él una gota de agua? Esto pensaba, cuando Almudena, volviendo de una meditación calculista, que debía de ser muy triste por la cara que ponía, te dijo: «¿No tenier cosa que peinar? No, hijo: todo empeñado ya, hasta las papeletas. ¿No haber persona que priestar ti? No hay nadie que me fíe ya.

Entregaba una hoja, después de garrapatear algunos signos, y recibía las monedas de cobre. Isidro mostrábase satisfecho de su nuevo alojamiento. Por una ventana contemplaba el río, casi a sus pies, y en la orilla opuesta las praderas pintadas por Goya, los cerros en cuya cumbre se aglomeraban los cipreses y mausoleos de los cementerios de la Almudena y San Isidro.

Pues señor, atando ahora el cabo de esta narración, sigo diciendo que aquel día comió la señora con buen apetito, y mientras tomaba los alimentos adquiridos con el duro del ciego Almudena, digería fácilmente los piadosos engaños que su criada y compañera le iba metiendo en el cuerpo.

Más seguro era esto que no la operación de llamar a los espíritus soterranos... Esto pensaba, cuando se encontró de manos a boca con Petra y Diega, que de vender venían, trayendo entre las dos, mano por mano, una cesta con baratijas de mercería ordinaria. Paráronse con ganas de contarle algo estupendo y que sin duda la interesaba: «¿No sabe, maestra? Almudena la anda buscando. ¿A ?

Este llegó a ser tan intenso, que no había respiro entre golpe y golpe. A Benina la tocaron los proyectiles en partes vestidas, donde no podían hacer gran daño; pero Almudena tuvo la desgracia de que un guijarro le cogiese la cabeza en el momento de volverse para increpar al enemigo, y la descalabradura fue tremenda.