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Doña Bárbara, doña Mencía y su esposo y demás ascendientes de ese tronco no estaban representados en la galería del salón. En cambio, hechizaban los ojos de demonio de un ángel pintado por Goya.

El abismo que separaba a las dos familias era tan hondo, que no había medio de salvarle: en la escena del almuerzo pudo comprobarlo; no, ni su padre, tan condescendiente siempre, ni la bondadosa tiíta Silda se prestarían jamás a una reconciliación, y por el lado de los otros, ya se lo había dicho Jacintito con mucha frescura: la tía Goya decía que si se atrevía a poner los pies en su casa, le echaría de escaleras abajo.

Fue peinadora, cosió para las tiendas y el corte, siendo desgraciada en todo, y por último se puso a lavandera. Pasó tiempo. La duquesita, esbelta y grácil, como un ángel de los que pintó Goya en San Antonio, se había convertido en una señorona de opulentas formas: Manuela, antes guapa, airosa y limpia, estaba fea, ordinaria, flaca, embastecida por el trabajo y desfigurada por las privaciones.

Si andaba el birlocho, era un milagro; si estaba parado, un capricho de Goya. Fue preciso conformarnos con este elegante mueble: subí, pues, a él y tomé las riendas, después de haberse sentado en él mi amigo el extranjero.

Venía, tras su larga permanencia en el extranjero, hambrienta de cosas de la tierra, gozando con las costumbres populares y encontrándolo todo muy interesante, muy... «artístico». Iba a los toros con traje antiguo de maja, imitando el adorno y apostura de las graciosas damas pintadas por Goya.

Vióle don Pablo llegar a Colón, abrirse la portezuela y bajar dos niñas de blanco, que al punto no reconoció, y luego... misia Goya y don Bernardino Esteven, llevando detrás, como cosido a sus talones, al mismo, al mismísimo Quilito. ¿Era casualidad? ¡Lo que le dió aquello que pensar!

Como magistrales cuadros de costumbres, léanse sobre todo La primera catástrofe, No es casa de huéspedes, Entre Venus y Marte, La tienda de la esquina, Los parientes de Gedeón, sin olvidar el extraño y fantástico capricho de La gran batalla, cuya ejecución es maravillosa y digna de Goya.

Un tanto se auxiliaban con unos cuantos pesos que, muy mal cobrados y muy regañados, ganaban doña Andrea y las hijas mayores enseñando a algunas niñas pequeñas del barrio pobre donde habían ido a refugiarse en su penuria. Pero el dibujo de Goya, ese si se vendió bien. Ese, él solo, produjo tanto como las margaritas y las cucharas de plata, y el aguacate.

Así se fueron otras dos joyas que don Manuel había estimado mucho, y mostraba con la fruición de un goloso que se complace traviesamente en hacer gustar a sus amigos un plato cuya receta está decidido a no dejarles conocer jamás: un estudio en madera de la cabeza de San Francisco, de Alonso Cano, y un dibujo de Goya, con lápiz rojo, dulce como una cabeza del mismo Rafael.

Algo bueno iba a surgir de su inesperada amistad con el personaje... Y el recuerdo del marqués le acompañó como una promesa de fortuna en los días de Carnaval. Al llegar Maltrana a Bellasvistas, creyó ver la reproducción animada de un cuadro de Goya.