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España va á despertar. ¡Ay de aquellos que sean sorprendidos en el error, cuando la patria sacuda su letargo, abra los ojos y vea...! Fernando no contestó: había inclinado la cabeza y parecía muy meditabundo. La luz de una lujosa lámpara le iluminaba completamente el rostro, aquel rostro execrable que, para mayor desventura nuestra, reprodujeron infinidad de artistas, desde Goya hasta Madrazo.

Para que nada faltase a esta obra de arte, hallábase embadurnada, desde la punta del exagerado sombrero hasta los pies, de un brillante color de rosa. Aquí tienes, dijo Antonio, a la persona que prometí presentarte. Como ves, es una obra de arte. Se llama Herrera Goya.

Luis, influido por el sitio, pensaba en Goya y en las duquesas graciosas y atrevidas que, vestidas de majas, venían a sentarse bajo aquellos árboles, con sus galanes de capa de grana y sombrero de medio queso. ¡Aquellos eran buenos tiempos! Las toses insistentes y maliciosas de su cochero le avisaron. Una señora bajaba del tranvía y se dirigía al encuentro de Luis.

¡Mal lo pasaría Herrera Goya en el Santo Oficio! exclamé, al terminar la lectura del documento. No compareció, dijo Antonio. El día en que recibió este edicto, murió. ¡Cómo! ¿De qué manera? Yo creo que murió de viejo, tenía ochenta años, o del susto de hallarse en tan apurado trance; aunque te diré, puesto que todo quieres saberlo, que hay quien dice que su muerte fué trágica.

Las facciones muy graciosas y menudas, sin mezquindad, formaban una fisonomía móvil y animada, como la de aquellos serafines de Goya, inspirados en los rostros picarescos de las hijas del pueblo.

No puedo resistir al placer de transcribir algunos párrafos, verdadera excepción en el tono general del libro, y en los que describe a Fort-de-France, en la Martinica: «Las fantasías más atrevidas de Goya, las audacias coloristas de Fortuny o de Díaz, no podrían dar idea de aquel curiosísimo cuadro.

Y no lo dudo: en la familia se conservó durante muchos años, una miniatura hecha en Jalapa por Castillo, una miniatura, que, al decir de mi abuelo, era de mérito singular; en la cual aparecía la Carmita con una hermosura y una cierta, majeza, dignas del pincel de Goya.

Están entornadas las maderas; en la suave penumbra, la luz que se cuela por la persiana marca en el techo unas vivas listas de claror blanca. Adornan las paredes cuatro fotografías de los tapices de Goya. Las esbeltas figuras juegan, bailan, retozan, platican sentadas en un pretil de sillares blancos; el cielo es azul; a lo lejos la crestería del Guadarrama palidece.

Pues allí bailaban los chisperos y manolas pintados por Goya; por allí paseaban el gran pintor y las duquesitas hermosas que se hacían retratar desnudas. Aquellos sotillos habían presenciado el período más amable y pastoril de nuestra historia. Piensa, Feli añadía el joven , que por real y medio vivimos como unos señores en plena campiña, y además, el pago es diario: una verdadera comodidad.

En esta concurrencia diseminada y distraída por la música, destacábanse las señoritas del Colegio de Doncellas Nobles, jóvenes apenas entradas en la pubertad o soberbias mujeres en toda la amplitud del desarrollo femenil, que miraban con ojos de brasa: todas con traje de seda negra, mantilla de blonda montada sobre la peineta y vistosos golpes de rosas, como damas aristocráticas de gracia manolesca escapadas de un cuadro de Goya.