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No se sabe qué apreciar mas entre tantos cuadros de Rafael, Parmesiano, Reni, Murillo, Ribera, Cano, etc., tantas preciosas tapicerías flamencas pintadas por David Teniers, ó por Goya, nacionales; tantos tesoros de ebanistería; tantas riquezas en frescos superiores y prodigios de todas clases.

Me saqué el sombrero y saludé con respeto a aquel mártir, que salía de los salones de París, para ir a reinar sobre la isla tropical. Las fantasías más atrevidas de Goya, las audacias coloristas de Fortuny o de Díaz, no podrían dar una idea de aquel curiosísimo cuadro.

De la misma edad que Manuela tenían los duques una hija tan graciosa, picaresca y bonita, que parecía un modelo de Goya, y tan buena, que en limosnas y socorros gastaba mucho de lo que sus padres le daban para galas y alfileres.

¡Bailar! ¡Excelente idea! interrumpió palmoteando doña Inés. Ahí no por qué capricho, pues yo nunca amé la música ni supe tocar una nota, me ha puesto Goya un laúd sobre una consola, en el fondo de mi cuadro. ¡Tomadlo, vizconde, y tocadnos algo para que bailemos! Guy tomó en efecto el indicado laúd, sentose sobre una mesa y preludió unos bonitos acordes.

Extendió el brazo, y bajó de su sitio un legajo de no grandes dimensiones; lo desató cuidadosamente y repasó los expedientes que contenía, hasta dar con un edicto del Santo Oficio, escrito en recio papel de Génova y encabezado con la consabida fórmula de «Nos los Inquisidores de la Fe contra la herética bravedad etc». Algún tiempo tardé en descifrar su contenido, sacando en conclusión, que el 15 de Agosto del año de 1614, fué denunciado como brujo, ante el Santo Oficio de la Inquisición, el Señor don Joaquín de Herrera Goya, dueño de la «Hacienda de Moler azúcar de San Francisco Xavier, Obispado de la Puebla de los Angeles». El temido tribunal citaba a dicho señor a comparecer ante él, por tan horrible cargo, y, en caso de hallarse culpable, sufrir la pena consiguiente.

Con verdadero asombro se observa que hombre dotado de tan extraordinarias facultades y cuyas obras están llenas de clara enseñanza, no dejase discípulos dignos de su maestría: porque su yerno Juan Bautista del Mazo, que fue diestro en copiarle e imitarle, no pasó de esta habilidad sin llegar a conquistar mayores méritos: su esclavo Juan de Pareja, se aficionó al exclusivo remedo de los venecianos, como atestigua el lienzo de la Conversión de San Mateo; y a Carreño de Miranda que hizo excelentes retratos, le faltaron el dibujo, el aire y el buen gusto de su maestro: y aún quedan por bajo de los citados, Juan de Alfaro, Nicolás de Villacis, Tomás de Aguiar, Juan de la Corte y Burgos Mantilla; nuestra pintura no vuelve a tener un genio por intérprete hasta que nace Goya.

Mi indulgencia, no obstante, no llega hasta el extremo de aprobar lo que he visto en Alemania, donde el lacayo, gracioso y agudo, que aconseja el desdén para vencer el desdén de doña Diana, sale vestido como Fígaro en El Barbero de Sevilla, como un majo de Goya.

Al fin la vio, pero sin mantilla blanca, sin nada que recordase a aquella señora de Sevilla semejante a una maja de Goya. Parecía, con su cabellera rubia y su sombrero original y elegante, una extranjera de las que contemplan por primera vez una corrida de toros.