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Después de la otra tarde en el Caño Dorado, de las cosas que me dijiste... yo necesitaba hablar. Tus amigas no me dejaron. Además, llorabas como si fueses a morir. ¡Pero si yo no dije nada! exclamó la muchacha con las mejillas arreboladas . Y si dije algo, no lo recuerdo. No sabía lo que hablaba; estaba borracha.

Mas ya no puede ser, que ya la hora Llegó donde mi blanda y mansa mano Ha de mostrar que es dura y vencedora. Que estos de proceder siempre inhumano, En sus versos han dicho cien mil veces, Azotando las aguas del mar cano. Ni azotado, ni viejo me pareces, Replicó Venus, y él le dixo á ella: Puesto que me enamoras no enterneces.

Hace un rato ha bajado con las amigas al Caño Dorado... Allá está: desde aquí puede verla. Y mostraba a Isidro un grupo de vivos colorines que corría entre la arboleda del cerro de los Pinos. El joven descendió la cuesta. Más allá de las últimas casas de los traperos, contrastando con la sórdida miseria del barrio, comenzaba el bosquecillo del Caño Dorado.

Promesa y amenaza, placer que oculta el llanto, duda cruel, que el alma despedaza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sentir el frágil cuerpo deshacerse al peso de la edad agobiadora, y caminar con paso vacilante, mústios los ojos y el cabello cano; y, buscando un apoyo, á cada instante ¡triste tender la temblorosa mano!

Era un rincón apacible y silencioso, cargado en primavera de flores y trinos, que no conocían los habitantes de Madrid; un oculto paraíso, un trozo de poesía para la horda traperil acampada en el cerro inmediato. Maltrana gustaba de la tranquilidad del Caño Dorado.

A priesa cada cual hace morada, Que de maderos hay gran aparejo, Y teniendo su carga descargada, Por Juan Ortiz se parte Melgarejo. No siento le da pena la tornada, Que aunque es el Capitan ya cano y viejo, A trabajos está tan avezado, Que no se halla bien si está parado.

Es cosa vista... salvo siempre, y por supuesto, los altos designios de Dios. Me lo has oído muchas veces; y no podrás negarme que durante tu niñez, a falta del aire libre de mi tierra, te has sorbido la mitad del que corre a caño suelto en los paseos más desahogados de Sevilla.

En el monte de durazneros se había dispuesto lo necesario para el almuerzo, consistente en una vaquillona con cuero, empanadas, frutas, cerveza y limonada gaseosa en abundancia; todo listo para las doce bajo la prolija vigilancia de Melchor que se hallaba vestido con traje de gala: botas claras de cuero de chancho, bombacha de hilo crudo; tirador de charol negro; camisa de seda celeste claro; blusa corta de grano de oro; gran «panamá» con ancha cinta de colores; y por detrás, debajo de la blusa asomaba el caño bruñido de un revólver.

Apenas entrado en su despacho, comprueba que un servido de café de antiguo Rouen ha desaparecido. Se encoleriza y llama. Al cabo de algunos minutos aparece un ayuda de cámara, con tipo de viejo golfo, cano, delgado, calvo, con la nariz demasiado larga, con la boca desdentada y con pinta de borracho empedernido. ERNESTO. En primer lugar, te prohibo que me tutees...

Para terminar: el pintor sevillano no llegó á escalar la región reservada á los genios; faltóle en primer lugar hondo sentimiento y espíritu para sus obras; pero fué un artista en conjunto bien digno de elogio por su obra general, y la dulce memoria que dejó como maestro de Zurbarán, de Alonso Cano, de Murillo y de tantos otros hará siempre que su nombre viva unido al de aquellos grandes hombres y la posteridad lo respete.