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¿Y cómo quieres que esté, prenda? ¿con la navaja abierta? replicó el majo, la voz alterada ya, aunque fingiendo sosiego. No, pero como decían que eras esto y lo otro... y que las mujeres se desmayaban cuando las mirabas serio y que no se atrevían á mover un dedo sin tu permisos, francamente, me río. Pues mira, niña, hasta ahora ninguna me ha faltado al respeto, ¿sabes?

Cuando entró en casa, Soledad se hallaba aún en la taberna. En vez de subir y mudarse la ropa mojada, había querido aguardarle. Al verle avanzó á su encuentro y le echó los brazos al cuello, diciéndole con voz temblorosa: ¡Perdóname! Pero el majo traía el alma resquemando por las palabras de Isabel. Ningunas podían ser más pesadas y mortificantes para él.

Velázquez estaba de alegrísimo humor, quizá porque su querida no lo tenía tan melancólico como otras veces y se había avenido á bailar unas seguidillas con Frasquito, cosa que hacía mucho tiempo no se había podido recabar de ella. En la corriente de la conversación se habló de fruta, y el majo manifestó que había recibido aquel mismo día de Medina unos albérchigos magníficos.

Su traje de campo estaba sucio de polvo; lo llevaba con descuido, como si olvidase aquella arrogancia que le hacía ser considerado como el más elegante y majo de los jinetes rústicos. ¿Pero estás enfermo, Rafael? ¿Qué te pasa? exclamó Montenegro. Penas dijo lacónicamente el aperador. El domingo pasado no te vi en Marchamalo; y el otro tampoco. ¿Es que estás de morros con mi hermana?...

Y hubieran dado buena cuenta de la infeliz Soledad, á pesar de su corpulencia, si Velázquez, con arranque generoso, no se hubiese plantado delante de ella. ¡Nadie la toque con un dedo siquiera! Las mujeres no osaron avanzar. La fiera actitud del majo les impuso silencio por un instante. Volviéndose aquél después á su querida y sacudiéndola por el brazo la miró cara á cara con ira concentrada.

Por aquí colgaba á guisa de pendón, una pieza de lanilla encarnada; por allí un ceñidor de majo; más allá ostentaba una madeja sus innumerables hilos blancos, semejando los pistilos de gigantesca flor; de lo alto pendía algún camisolín, infantiles trajes de mameluco, cenefas de percal, sartas de pañuelos, refajos y colgaduras.

El objeto de su preferencia era un joven de ilustre cuna; arrogante mozo, pero jugador; y esto bastaba para que el hermano de Rita se opusiese de tal modo a sus amores, que le había prohibido rigurosamente verle y hablarle. Entre tanto, su amante le paseaba la calle, vestido y montado a lo majo, en soberbios caballos y se carteaban diariamente.

En la época de la navegación miserable, cuando el capitán hacía esfuerzos por conseguir nuevos ahorros, Caragòl vigilaba especialmente la gran alcuza de su cocina. Sospechaba que los marmitones y los marineros jóvenes se atusaban el pelo para hacer el majo empleando el aceite como pomada.

Por todo lo cual, el nombre del majo sonaba en la casa del guarda como el de un amigo y á la vez como un protector. Soledad olvidó á Manolo en cuanto Velázquez depuso con ella la actitud paternal y principió á requebrarla de amores.

¡Y los días de fiesta, pues! los jóvenes van a bailar casi bajo sus muros, y no negaréis que, para una pobre reclusa, es un gran placer oír el restallido embriagador de las castañuelas bajo los ágiles dedos de los andaluces... y ver los movimientos lentos y tranquilos del bolero... al majo perseguir a su maja que le huye y le evita... después se aproxima a él y le arroja un extremo de su corbata que él besa con transporte, y se envuelve una mano, mientras que con la otra hace resonar sus castañuelas de marfil.