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Le cortaba con su navaja la cabellera y le daba por vestidos unos sacos, arrojándola en el rincón más obscuro, y allí permanecía sin que nadie le hablase, volviendo la espalda a la gente, temblando al oír una voz, hasta que, cansada de esta vida de abandono, si quedaba en ella un resto de voluntad, huía para perderse en los caminos.

-Ahora bien, señora Rodríguez -dijo don Quijote-, y señora Trifaldi y compañía, yo espero en el cielo que mirará con buenos ojos vuestras cuitas, que Sancho hará lo que yo le mandare, ya viniese Clavileño y ya me viese con Malambruno; que yo que no habría navaja que con más facilidad rapase a vuestras mercedes como mi espada raparía de los hombros la cabeza de Malambruno; que Dios sufre a los malos, pero no para siempre.

La consabida mujer le salió al encuentro, después de haber tendido otra vez en el suelo su mantilla, y aceptó con cierta solemnidad la jarra y el vaso que el marinero le ofreció; en seguida colocó éste el pan y el queso sobre la mantilla, y sacó del bolsillo una navaja; calló de repente la concurrencia, lanzó el quinto gemido la mujer del glorificado, relamiéronse con fruición sus tres hijos, y la que tenía la jarra llenó con admirable pulso, hasta los bordes, el primer vaso de aguardiente.

Pero ¿qué decir de lo que pasa en Langreo, donde por un pique cualquiera echan mano á la navaja barbera, cuando no sacan esas pistolas de seis tiros como la que trajo de Oviedo el señor capitán? El que saca una navaja no es mozo leal ni regular. No se degüella á los hombres como á las reses repuso el tío Goro con la profundidad que le caracterizaba.

Una boina verdosa, con rastros de telarañas, cubría su cabeza sonrosada y blanca. El adorno de su persona revelaba suciedad salvaje y simpleza infantil. Las manos eran negras, con escamas en el dorso; las mejillas y los labios, acariciados por la navaja, mostraban una frescura de niño.

Don Marcos vió á los dos hombres frente á frente, desnudos de cintura arriba, brillándoles los bustos con la humedad de la reciente frotación, cimbreando en sus manos unos sables con filos de navaja de afeitar. «¡AdelanteAlguien dirigía el combate. «¡Pero esto es una barbaridad! pensó el español . Estos hombres son unos salvajes

Pero si usted hubiera visto la navaja que trae consigo constantemente, de seguro no hablaría usted con tanto desahogo. ¿Pero sería capaz?... ¿Capaz? ¡Anda con la niña! La mujer que tiene hígados para lo de esta noche, los tiene para todo.

Por toda respuesta, el Tuerto de Castrodorna hizo asomar al borde de su faja el extremo de una navaja de cachas amarillas, que volvió a ocultar al punto. El arcipreste, que había perdido los bríos con la obesidad y los años, sobresaltóse mucho. Déjese de calaveradas, mi amigo. Por si acaso, me parece oportuno salir por la puerta de atrás. ¿Eh?

En la mirada que me dirigió al entrar comprendí que debía sorprenderme de la herida, y así lo hice. Me contó, con la mayor sangre fría, que la noche anterior, tratando de separar a dos hombres que reñían en una calle, le habían herido, o, por mejor decir, se había herido él mismo. Isabel recriminaba a su padre por tanto celo. ¡Cómo se iba a meter entre dos hombres que tenían la navaja abierta!

Había en las dos versiones tan diferentes un tal acento de verdad y de convicción, que los espectadores se miraban con extrañeza. El mismo forastero sonreía con un aire de incredulidad. En cuanto a Flores, no se daba cuenta de que, desde que el nuevo cliente se hallaba sentado en el sillón, no había cesado de pasar el dorso de la navaja por el mentón de aquel improvisado Salomón.