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Actualizado: 13 de junio de 2025


Tendió los brazos en torno de él, apretándolo contra sus pechos nutridores y eternamente virginales, contra su vientre de nacarada tersura, en el que se borraban las huellas de la maternidad con la misma rapidez que los círculos en el agua azul. Una atmósfera densa y verdosa daba á su blancura un reflejo semejante al de la luz en las cuevas del mar...

Iba tan preocupado con el cuento que le repetía diariamente Lita de su hada madrina, pensando si se le habría realmente aparecido durante la noche, que no se fijaba donde ponía el pie... Al ir a meter la llave en la cerradura de la puerta, pisó una cosa blanda... se agachó a ver lo que era, y lanzó un berrido estridente... ¡Ahí estaba Lita, en su camisita de dormir, que mostraba horriblemente la miseria de su deformidad! ¡Ahí estaba Lita, yerta, blanca, verdosa, helada!

Las lámparas de aceite, repartidas a distancias y alturas desiguales, brillaban con claridad verdosa; y sobre la alta cornisa, de donde arrancaba la bóveda, había una línea de ventanas cegadas con cortinas en que los rayos del sol se detenían, iluminando los bordes de la tela y resbalando luego, amortiguados y débiles, por las molduras polvorientas.

Su profundidad enorme empezaba en los mismos bordes. Un nadador podía arrojarse en estos charcos sin tocar el fondo. El agua era verdosa, agua muerta, agua de lluvia, con una costra de vegetación perforada por las burbujas respiratorias de los pequeños organismos que empezaban á vivir en sus entrañas.

Pero los que intenten imitarte y cometan tus mismas atrocidades sin vestir unas ropas de corte y color especiales llamadas uniforme, arrastrarán una cadena en el calabozo de una cárcel.... Puedes retirarte. ¡Que avance otro!. El tercero era un adolescente, seco de carnes, nervioso, con una palidez verdosa y los ojos de mirada astuta.

Y al comenzar en estas lamentables tardes de otoño a amarillear las hojas de los árboles para alfombrar después las calles solas de su pequeño jardín y la lámina verdosa de las fuentes mudas, hemos pensado con pena que quizá el noble anciano no viera en la caída de las hojas sólo la aproximación del invierno. Algunos críticos opinan que su labor literaria no ha sido muy completa.

En la agitación de aquel vuelo vertiginoso, la pluma subía á veces á tanta altura, que apenas podía distinguir los objetos; otras descendía hasta rozar con la tierra, y contemplaba su imagen fugitiva en la superficie verdosa de los charcos.

El decorado era de falso «Extremo Oriente»: un amontonamiento de muebles de laca negra y sin adornos, de sedas de colores desleídos ó de un azul negruzco, de ídolos espantables. Una luz difusa y verdosa descendía del techo: la luz de los teatros en una escena de noche.

A lo lejos se oía un eco de voces siniestras, las voces del tumulto popular, que rodaba por la villa agitándola toda. El cafetero continuaba inmóvil en su trípode. Dos luminosos puntos de claridad verdosa brillaban detrás de él. Era Robespierre que se acercaba á su amo, y saltando por encima de sus hombros, se ponía delante para recibir una caricia.

Parecía más grande, más fuerte, á pesar de la palidez verdosa que descoloraba su rostro. Las dos señoras iban vestidas de luto, con luengos velos. De luto también el padre, hundido en su asiento, con aspecto de ruina, las piernas cuidadosamente envueltas en una manta de pieles. René conservaba su uniforme de campaña, llevando sobre él un corto impermeable de automovilista.

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