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Actualizado: 13 de julio de 2025


Y estos muros se hinchan en redondas tumefacciones, se desconchan en grandes claros, dejan caer sobre los colgadizos de las puertas una costra de tierra donde crece el musgo... Yo vivo muy alto; aparto los visillos y veo abajo, sobre la piedra gris de la portada, la mancha húmeda y verdosa.

El buen Pep, ceñudo, con una palidez verdosa en su tez obscura, manejaba al herido al mismo tiempo que daba órdenes. «¡Hilas! ¡muchas hilas!... ¡Silencio las hembras! ¿A qué tantos gritos y lamentos?...» Lo que debía hacer su mujer era ir en busca de cierto pucherete que contenía un ungüento maravilloso guardado a prevención desde los tiempos de su valeroso padre, un verro temible habituado a las heridas.

Sebastián, que tantas veces había contemplado a su espada ensangrentado y herido, sin perder por esto la serenidad, sentía ahora la angustia del miedo viéndolo inerte, con una blancura verdosa, como si estuviese muerto. ¡Por vía e la paloma azul! gimoteaba . ¿Es que no hay médicos? ¿Es que no hay nadie?

A los saludos de Maltrana respondía siempre con una inclinación de cabeza y un manifiesto deseo de huir. Además, como mujer no valía gran cosa: parecía enferma. La primera vez que se fijó en ella fue por las burlas de unas niñas elegantes que comentaban su palidez verdosa: «Ahí va esa de la opereta. Se le ha reventado la hiel y la tiene revuelta por todo el cuerpo».

Hallose D. Francisco dentro de una estancia cuyo inclinado techo tocaba al piso por la parte contraria a la puerta; arriba, un ventanón con algunos de sus vidrios rotos, tapados con trapos y papeles; el suelo, de baldosín, cubierto a trechos de pedazos de alfombra; a un lado un baúl abierto, dos sillas, un anafre con lumbre; a otro, una cama, sobre la cual, entre mantas y ropas diversas, medio vestido y medio abrigado, yacía un hombre como de treinta años, guapo, de barba puntiaguda, ojos grandes, frente hermosa, demacrado y con los pómulos ligeramente encendidos; en las sienes una depresión verdosa, y las orejas transparentes como la cera de los devotos que se cuelgan en los altares.

La palidez verdosa de su rostro, el brillo de fiebre de sus ojos, una rigidez que le hacía marchar como un autómata, eran los únicos signos de su emoción. Vivía con el pensamiento alejado, sin darse cuenta de lo que la rodeaba. Cuando el herido llegó á París, ella y el senador se transfiguraron. Iban á verle, y esto bastó para que se imaginasen que ya se había salvado.

Palabra del Dia

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