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La dueña de una pequeña quesería que hay junto de la puerta por donde salimos de la ciudad, es muy comunicativa. Como todas las de su clase, parece que admira grandemente a nuestro amigo el capuchino. Me ha hablado de las frecuentes visitas de este inglés tuerto, que ha residido tanto tiempo en Italia, que puede casi pasar por italiano.

El hongo gris, la faja roja, las recortadas patillas destacándose sobre el rostro color de sebo, y sobre todo el ojo blanco, sin vista, frío como un pedazo de cuarzo de la carretera, en suma, la desapacible catadura del Tuerto de Castrodorna dejaron absorto al chiquillo.

Si no quedó tuerto Gillespie, fué porque los dos poetas, al retroceder para que su golpe fuese más terrible, desviaron un poco la lanza, rasgándole únicamente uno de los párpados. El Hombre-Montaña echó atrás la cabeza, separando los ojos de las ventanas con un pestañeo doloroso, pero inmediatamente puso su boca en una de ellas.

¡Impostora... bruja! grita al oír estas palabras, descompuesta y febril, la mujer del Tuerto. ¿Yo borracha? ¿Cuántas veces me ha levantado usté del suelo, desolladora? Y aunque fuera verdá, á mi costa lo sería: á denguno le importa lo que yo hago en mi casa. Mi casta es mejor que la de usté, por todos cuatro costaos. Y yo en mi casa me estaba.

Cuando a la mañana siguiente, todo el mundo en pie, después de una noche de reposo, se preparaba para montar a caballo, comprobé con una cólera indecible que mi tuerto maldecido brillaba aún por su ausencia. Resolví continuar el viaje, porque retroceder era inútil, y además de indagar en el camino si me había precedido, hacer jugar el telégrafo, una vez llegado a Honda.

La aludida casa está separada de la en que escribo por la calle, que no es muy ancha; y mis vecinos, lo mismo en invierno que en verano, saldan todas sus cuentas y ventilan los asuntos más graves, de balcón á balcón. Por ejemplo: Se acerca un día la hora de comer. En la buhardilla del Tuerto se oyen gritos y porrazos de su mujer, y lloros y disculpas de los chiquillos que los reciben.

El marido era bizco, de escasa talla, cetrino, de ruda y alborotada cabellera; gastaba ordinariamente una elástica verde remendada y unos pantalones pardos, rígidos, indomables ya por los remiendos y la mugre. Llamábanle de mote el Tuerto. Los chiquillos no tienen fisonomía propia, pues como no se lavan, según es el tizne con que primero se ensucian, así es la cara con que yo los veo.

-No cómo pueda ser eso de enderezar tuertos -dijo el bachiller-, pues a de derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de su vida; y el agravio que en habéis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me quedaré agraviado para siempre; y harta desventura ha sido topar con vos, que vais buscando aventuras.

En esta lancha había hasta una docena de hombres vestidos de igual manera que el Tuerto; y también como él llevaba cada cual un pequeño lío de ropa al brazo.

En éstas y otras, presentósele un día el Tuerto con las manos en los bolsillos y la cara hecha un vinagre. ¿De onde vienes, tiña? le preguntó el viejo mareante, abrazando con cariño, pero muy admirado, al aparecido. Del departamento respondió el Tuerto. ¡Del departamento! ¿Pues no mandaste carta de allá, hace ocho días, para á Patuca, que sabe leer y escrebir? Cierto.