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Con el felice y gracioso suceso de la aventura de la Dolorida, quedaron tan contentos los duques, que determinaron pasar con las burlas adelante, viendo el acomodado sujeto que tenían para que se tuviesen por veras; y así, habiendo dado la traza y órdenes que sus criados y sus vasallos habían de guardar con Sancho en el gobierno de la ínsula prometida, otro día, que fue el que sucedió al vuelo de Clavileño, dijo el duque a Sancho que se adeliñase y compusiese para ir a ser gobernador, que ya sus insulanos le estaban esperando como el agua de mayo.

Todas estas pláticas de los dos valientes oían el duque y la duquesa y los del jardín, de que recibían estraordinario contento; y, queriendo dar remate a la estraña y bien fabricada aventura, por la cola de Clavileño le pegaron fuego con unas estopas, y al punto, por estar el caballo lleno de cohetes tronadores, voló por los aires, con estraño ruido, y dio con don Quijote y con Sancho Panza en el suelo, medio chamuscados.

Cuando dijo Sancho que no bien él y su amo se remontaron al cielo, se apeó él de Clavileño y se puso á jugar con las siete cabrillas, Don Quijote tuvo sobrada razón en decirle que no se allanaría á creer en su jugueteo con las estrellas, si Sancho no creía tampoco en nada de lo que contó que en la cueva de Montesinos le había pasado.

Era el coche alquilón; a ratos parecía que andábamos tanto atrás como adelante, a modo de quien pisa nieve; a ratos, que estábamos columpiándonos en un mismo sitio, y llegó por fin a ser tan completa la ilusión, que temeroso yo de alguna pesada burla de Carnaval, parecida al viaje de don Quijote y Sancho en el Clavileño, abrí la ventanilla más de una vez, deseoso de investigar si después de media hora de viaje estaríamos todavía a la puerta de mi casa, o si habríamos pasado ya la línea, como en la aventura de la barca del Ebro.

-No siento ninguno, señora -respondió don Quijote-, porque osaré jurar a Vuestra Excelencia que en mi vida he subido sobre bestia más reposada ni de mejor paso que Clavileño; y no yo qué le pudo mover a Malambruno para deshacerse de tan ligera y tan gentil cabalgadura, y abrasarla así, sin más ni más.

-A eso se puede imaginar -respondió la duquesa- que, arrepentido del mal que había hecho a la Trifaldi y compañía, y a otras personas, y de las maldades que como hechicero y encantador debía de haber cometido, quiso concluir con todos los instrumentos de su oficio, y, como a principal y que más le traía desasosegado, vagando de tierra en tierra, abrasó a Clavileño; que con sus abrasadas cenizas y con el trofeo del cartel queda eterno el valor del gran don Quijote de la Mancha.

-Así es -respondió la barbada condesa-, pero todavía le cuadra mucho, porque se llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre conviene con el ser de leño, y con la clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que camina; y así, en cuanto al nombre, bien puede competir con el famoso Rocinante. -No me descontenta el nombre -replicó Sancho-, pero ¿con qué freno o con qué jáquima se gobierna?

Lo mejor que hay es esconder el dinero en una pared vieja o en un árbol hueco. ¡Los que así lo hagan no darán de comer al notario! La asamblea en pleno protestó de la ingenuidad de aquel buen hombre que enterraba en flor sus escudos, sin hacerlos producir. Quince o diez y seis exclamaciones se elevaron al mismo tiempo. Cada uno expuso su opinión, descubrió su secreto, cabalgó en su Clavileño.

Llegó en esto la noche, y con ella el punto determinado en que el famoso caballo Clavileño viniese, cuya tardanza fatigaba ya a don Quijote, pareciéndole que, pues Malambruno se detenía en enviarle, o que él no era el caballero para quien estaba guardada aquella aventura, o que Malambruno no osaba venir con él a singular batalla.

El torno era remedo y trasunto fiel de un caballejo; recordaba a Clavileño, si bien de correspondencia equina más semejante que la volátil cabalgadura del manchego.