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Apenas le dio tiempo para bajar del caballo, y cuando estuvieron solos: Cuenta le dijo, pronto, cuenta tu comida de ayer. Las vi por la mañana. La menor manejaba cuatro poneys negros, ¡con un desenfado! Las saludé... ¿Has hablado de ? ¿Me conocieron? ¿Cuándo me llevas a Longueval? ¡Pero responde, pues, respóndeme! ¡Responder, responder! ¿A qué pregunta, primero? A la última.

Sólo mi amigo Joaquín Villalba interrumpió alguna partida para decirme, como oportuna advertencia: No salude usted nunca a los que juegan al bridge, Alberto, porque no lo ven... Ni les hable, porque no lo oyen... Y hasta es bueno que ni los mire, porque si no tienen suerte, pueden pensar que usted les trae desgracia, ¡y no hay peor reputación que la del «jettatore»!

Saludé á las señoras con toda la naturalidad de que puedo disponer. No hubo, bien entendido, ninguna explicación. La señora de Laroque parecióme conmovida y pensativa; la señorita Margarita algo vibrante aún, pero política. En cuanto á la señorita Helouin, hallábase muy pálida y mantenía los ojos inclinados sobre su bordado.

Saludé sin responder y me fui a mi casa, donde encontré otro anónimo como los anteriores y que los siguió a la chimenea. ¿Qué enemigos de mi dicha se ocultan así en la sombra? ¿Qué bajas envidias ha excitado contra ella la pobre Luciana? No puedo sospechar de Sofía Jansien. Por mucho rencor y antipatía que tenga contra ella, no puedo creerla capaz de acciones tan bajas y despreciables...

Con cuánto placer agitarse sobre un solo bergantin la bandera tricolor de mi querida pero pobre patria!... Yo la saludé con respeto y amor, entonando en el fondo de mi corazon un himno de gratitud á los fundadores de la independencia de mi pais! Era una sola, entre mil banderas distintas, pero una sola me bastaba....

Supongo que si la señora Percival supiera que he venido sola aquí, me daría una grave conferencia sobre la impropiedad de venir a visitar a un hombre en sus habitaciones me dijo riendo, después que la saludé y cerré la puerta. Casi se puede decir que es la primera vez que me ha honrado con una visita, ¿no es así? Y me parece que no necesita inquietarse mucho por lo que piense la señora Percival.

Te felicito por tu actitud al encerrarte en la estancia, ayudando a Ricardo a reconstruir la fortuna. Pero de todo esto hemos de hablar despacio otro día. Entretanto, hago votos por el crecimiento de vuestros rebaños, porque tus cisnes sigan tan fastuosos, tan lindos tus patitos y tan ponedoras tus gallinas. Jorge me encarga te salude, lo mismo que a Ricardo.

Al fin de la calle me ocurrió regresar para ir a la casa del dómine. Angelina estaba en la ventana. Sin duda había salido a verme. Al pasar la saludé. Díjele algo que la hizo sonreír. ¿Qué había en el rostro de la doncella que me trajo a la memoria la angelical figura de Matilde, la dulce niña de mi primer amor? Villaverde es una ciudad de ocho mil habitantes.

No bajaban a comer en la mesa redonda, sino que lo hacían en su cuarto. Lo mismo los suyos que el mío, tenían la salida a un corredor abierto que daba sobre el patio. La tarde del mismo día en que llegué, volví a verlas en la galería de las aguas, y las saludé con mucha cortesía. Me contestaron igualmente, y observé que la hermana San Sulpicio me dirigió una franca sonrisa muy amable.

Un día, tarde ya, casi a la hora de comer, encontré a Blanca, sola, en la salita donde acostumbraba a pasar el día, cuando no salía. Al verme entrar por la pieza inmediata, dio un grito de sobresalto, se puso pálida y dejó caer el libro que leía. La saludé y me incliné para recogerlo; al dárselo, abrió los brazos. Comprendí el movimiento y le dejé caer el libro suavemente sobre las faldas.