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Actualizado: 23 de junio de 2025
Me saqué el sombrero y saludé con respeto a aquel mártir, que salía de los salones de París, para ir a reinar sobre la isla tropical. Las fantasías más atrevidas de Goya, las audacias coloristas de Fortuny o de Díaz, no podrían dar una idea de aquel curiosísimo cuadro.
Estaba impaciente; salí de casa, y en la carretera me encontré con el médico viejo. Era gran madrugador y salía temprano para su visita. Le saludé, le acompañé, le dije si conocía a Mary y le pregunté qué se decía en el pueblo de las galanterías de Machín. Nada malo. Puedes estar tranquilo. No creo que le haga el amor a Mary. Está correctísimo con ella y la trata con gran consideración.
Saludé con entusiasmo á este viejo mundo que se me ofrecía como un inmenso libro de estudio y observación; y cuando puse el pié sobre los muelles y diques de Southampton comprendí que una nueva existencia empezaba para mi corazon, ansioso de impresiones, y mi espíritu, anhelante de luz, de ciencia y de progreso. La ciudad y su puerto. Movimiento comercial. Interior de la ciudad.
Permanecimos un momento inmóviles, contemplándonos. Después me descubrí y saludé respetuosamente. El Rey recobró entonces el uso de la palabra y preguntó con extrañeza: Coronel, Federico ¿quién es este caballero? Iba yo a contestar, cuando el coronel Sarto se interpuso y empezó a hablar al rey en voz baja, con su tono gruñón.
Creyéndolo un religioso como Dios manda, entregado á sus oraciones, lo saludé y seguí mi marcha hacia Léminton, donde vivo y me gano el sustento como batanero que soy. Pero á los pocos pasos oí que me llamaba; volvíme y me preguntó si tenía noticia de la nueva indulgencia concedida á favor de los monjes del Císter. "No," le contesté.
Avergonzado de mi ridícula jactancia, y muy embarazado por las curiosas miradas que sobre mí había atraído, me incliné torpemente sin responder. Nuestro whist se acabó en un silencio profundo. Eran las diez, y me preparaba á retirarme, cuando la señorita de Porhoet me tocó el brazo. El señor intendente dijo, me hará el honor de acompañarme hasta la avenida. La saludé y la seguí.
Saludé primero efusivamente a Isabel, porque la actitud de Gloria me imponía. Luego me aventuré a dar la mano a ésta, que me alargó la suya con marcada frialdad, mirando hacia otro lado. Isabel me hizo una mueca para indicarme que no tuviese miedo. Pareciome lo más prudente observar una conducta reservada, digna, esperando los acontecimientos, y me retiré hacia otra parte.
Se desaparece tan cómodamente en nuestro gran París, que cualquier hombre tendría tiempo de dar la vuelta al mundo antes de que nadie hubiese notado su partida. Saludé a Magdalena igual que si la hubiera visto el día antes. A la primera mirada comprendió que volvía a ella totalmente agotado, hambriento de verla y con el corazón intacto. Me ha inquietado usted mucho dijo. Y exhaló un suspiro.
Me descubrí y saludé profundamente. La Princesa tenía puesta una blanca bata y llevaba suelta la hermosa cabellera. Contestó a mi saludo enviándome un beso y dijo: Sube con el Rey, Elga. Le ofreceré siquiera una taza de café. La Condesa me miró de soslayo sonriéndose y me precedió hasta la habitación donde esperaba Flavia.
Yo la saludé respondiendo exactamente al tono cordial pero frío de su despedida. Pobre y querida mujer pensaba mientras de ella me iba alejando. ¡Querida conciencia en que tantos temores he hecho nacer!
Palabra del Dia
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