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Actualizado: 23 de junio de 2025
Esa exuberante amiga de las artes, que pinta como canta, ha escogido a Luciana para retocar clandestinamente sus obras maestras, y paga liberalmente su talento, y, sobre todo, su discreción. La felicité con un bravo un poco seco, saludé a la de Grevillois, muy ocupada en cumplimentarla para hacer caso de mí, y traté de descubrir a Luciana.
Yo iba caballero en el rucio de la Mancha, y bien deseoso de no topar nadie, cuando desde lejos vi venir un hidalgo de portante, con su capa puesta, espada ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto, el cuello abierto más de roto que de molde, el sombrero de lado. Sospeché que era algún caballero que dejaba atrás su coche; y ansí, emparejando le saludé.
En el hotel Chabaury, señora. Nosotros también. ¿Nos dispensará usted esta noche el honor de que cenemos juntos? Saludé de nuevo. Decididamente era el comensal, el compañero de viaje y el amigo de la familia. Viajando, y particularmente en los baños, la amistad se entabla con una rapidez asombrosa; me aproveché de mi nuevo título, y de los derechos que me daba, para hablar de Cecilia.
La saludé con mi expresión más amable y le pregunté si estaba muy cansada por las emociones que había sufrido. ¿Cansada?... No, no lo estoy... Soy muy desgraciada. Acentuó estas palabras con voz baja y apasionada y labios temblorosos. Sus manos, finas y un poco flacas, que la joven frotaba una con otra en un ademán de cortedad infantil, temblaban también.
Pues yo deseo más. Yo quiero darte criada y un cuarto mejor, y que vistas como una señora, y vayas al teatro, y algún día la gente te salude, y digan todos: «Ahí va la mujer de Isidro», y hasta en los periódicos se hable de «la bellísima señora de Maltrana». Feli rió como una niña. Pero ¡qué tonto!... ¡Qué cosas tan superficiales deseas! Lo que importa es quererse.
Yo iba caballero en el rucio de la Mancha, y bien deseoso de no topar nadie, cuando desde lejos vi venir un hidalgo de portante, con su capa puesta, espada ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto; el cuello abierto, el sombrero de lado. Sospeché que era algún caballero que dejaba atrás su coche; y así, emparejando, le saludé.
Suéltese usted, y cuando salude a las visitas, hágalo con serenidad y sin atropellarse». Estas cosas ponían a Fortunata de mal humor, y su encogimiento crecía. Consideraba que cuando estuviera en su casa, se emanciparía de aquella tutela enojosa, sin chocar, por supuesto, porque además doña Lupe le parecía mujer de gran utilidad, que sabía mucho y aconsejaba algunas cosas muy puestas en razón.
No sé qué cara me puso, aunque me lo imagino, ni recuerdo en qué términos me saludé, ni las palabras con que yo le respondí.
Saludé respetuosamente al prelado, que venía del fondo del Asia, como a un colega en peregrinación, y en breve el barco, bastante malo por cierto, surcaba las aguas del mar Caribe, siguiendo el derrotero tantas veces cruzado por las naves españolas en los tiempos en que las costas del Pacífico despoblaban a España, atrayendo a sus hijos con el imán del oro.
Saludé, y me fuí. ¡Linda criatura! Aun me parece que la veo con aquel vestido azul que parecía un jirón de cielo; esbelta, donairosa, elegante, sencilla, húmedos los rubios cabellos, que, atados con una cinta de seda, caían hacia la espalda sobre una toalla anchísima. ¡Nunca me pareció más bella! Cuando llegué al despacho me encontré con el jurisperito. Salía para ir al Juzgado.
Palabra del Dia
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