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Actualizado: 25 de mayo de 2025


-Es una ciencia -replicó don Quijote- que encierra en todas o las más ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito, y saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere pedido; ha de ser médico y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure; ha de ser astrólogo, para conocer por las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche, y en qué parte y en qué clima del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada paso se le ofrecerá tener necesidad dellas; y, dejando aparte que ha de estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales, decendiendo a otras menudencias, digo que ha de saber nadar como dicen que nadaba el peje Nicolás o Nicolao; ha de saber herrar un caballo y aderezar la silla y el freno; y, volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe a Dios y a su dama; ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos, y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla.

Saludé, y me fuí. ¡Linda criatura! Aun me parece que la veo con aquel vestido azul que parecía un jirón de cielo; esbelta, donairosa, elegante, sencilla, húmedos los rubios cabellos, que, atados con una cinta de seda, caían hacia la espalda sobre una toalla anchísima. ¡Nunca me pareció más bella! Cuando llegué al despacho me encontré con el jurisperito. Salía para ir al Juzgado.

No olvido ni olvidaré jamás que cierto día, en el despacho de Castro Pérez, recibí una buena cantidad en metálico; conté y volví a contar las monedas, las revisé con el mayor cuidado, y estaban completas. Contólas después el jurisperito, y le faltó una. No tardó en salir trémulo y colérico. ¡Aquí falta dinero!... prorrumpió en voz alta, delante de Porras y Linares.

Después de largo silencio, durante el cual el jurisperito recogió sus ideas, y tosió y se sonó con el inmenso pañuelo de hierbas, habló en tono muy enfático: Ciudadano Juez.... ¡Dos puntos! Castro Pérez alardeaba de ser un «dictador» de primera fuerza, como César, Isabel de Inglaterra, Napoleón y el Arzobispo Munguía.

Iba yo a ganar un buen sueldo; no sabía yo cuanto; pero, en fin, no sería tan exíguo como el que me pagaba el jurisperito.

Como en el pueblo, si bien había dos licenciados y tres doctores en Derecho, eran abogados Peperris, o sea, de secano, todos acudían a don Paco, que rábula y jurisperito, sabía más de leyes que el que las inventó, y los ayudaba a componer o componía cualquier pedimento o alegato sobre negocio litigioso de algún empeño y cuantía.

En el primero se hace mencion del recurso que le había dirijido Ramon de Torrellis jurisperito de Zaragoza, exponiendo que D. Pedro padre del D. Martin, por documento fechado en Monzon á 12 de Octubre de 1383, dió graciosa y perpetuamente á Gil de Sada, camarero de dicho rey y merino de la espresada ciudad, para y los suyos el agua sobrante, despues de regado el huerto de la ALJAFERÍA, cuyo derecho vendió Gil á Torrellis; y como algunos pretendian regar en su perjuicio los huertos y posesiones que estaban debajo de la ALJAFERIA, manda el Rey D. Martin que no se le ponga ningun impedimento, y encarga al merino y sus oficiales que le amparen vigorosamente.

Un campanillazo la separó de , y yo tomé el sombrero y me fuí a la casa de Castro Pérez. Aun no llegaba el jurisperito. En la puerta estaban, las señoritas. Salían de arreglar el despacho. Al verme se detuvieron a charlar conmigo. Tarde viene usted.... ¿Tarde? Acaban de dar las nueve....

La forma de aquel reloj recordaba las aficiones poéticas del jurisperito. Parado, siempre mudo, siempre señalando la misma hora, me parecía aterrador como la eternidad. Entre un estante y la pared estaba otro reloj de pesas, en larga y estrecha caja de ébano, siempre andando, siempre arreglado.

El único mueble moderno que allí había era una poltrona de caoba, obsequio de algún cliente agradecido. En ella se arrellanaba el jurisperito con gravedad de obispo en misa pontifical. Cerca de la ventana, sobre un tapete empalidecido, dos «butaques» medellineros, de cuero resobado y lustroso, y un gran sillón, incomparable para dormir la siesta.

Palabra del Dia

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